El padre marca un horizonte en la vida de los hijos. Me refiero al padre que permanece allí, timoneando, llevando la casa, como reza el dicho popular: “trayendo la yuca para el almuerzo”. Aquel ser que sentimos cada día, desde la madrugada buscando el sustento. Esa figura da seguridad, que asume autoridad, que reza convicción. El papel del padre es el de columna vertebral, sinonimia de entereza por sacar a los hijos adelante, para el futuro, para la sociedad, para la realización personal. En nuestra sociedad, por su carácter, el hombre sustenta el bienestar, la esperanza. La mujer, la ternura, la sencillez, la belleza, el comportamiento. Ambos, entonces, juegan su roll, no hay choques, se complementan. Los dos vuelcan en los hijos una complementariedad necesaria que no se aprende en la academia ni en los asesoramientos psicológicos o espirituales. Los dos traen en su ADN la manera de levantar a sus hijos, de formarlos, de definirlos; son los intereses exteriores los que distorsionan ese papel tan necesario en el equilibrio formativo de una persona.
Claro, el afecto primero va para la madre. Ella es la que concibe, la que lleva en el vientre, el cordón umbilical permite una íntima dependencia física y sentimental; pero el padre se gana su papel. Hay un dicho popular en el sentido de que la sangre llama, lo cierto es que la generalidad de las veces la primera figura que puede ver un niño, el primer rostro que percibe en su mirada acromática, es el del padre, una felicidad imperdible para quienes hemos contado con la fortuna de recibir del médico o la partera a nuestros hijos. De allí se crea un lazo irrompible de afecto y de responsabilidad, de alegrías y sacrificios; surge el estado sagrado de la paternidad que permite alentar y corregir, orientar y aplaudir, incentivar y frenar. Es un papel que se hace gratis, surgido del corazón, que afianza el devenir de nuestra dependencia natural, de nuestra fragilidad apoyada en la fortaleza del hombre que en silencio, con su mirada tranquila, nos dice a diario que nos ama.
Es un papel que lo comprendemos cuando somos padres. Toda la brega que dimos a los nuestros, que, sin embargo, ellos llevaron con comprensión, con entereza, hasta con alegría. Tantos desvelos suyos. El estado de padre no se pierde con la edad ni los cambios económicos o sociales de los hijos. Ellos están allí. Son nuestros niños aún en la edad adulta. Es el pacto sellado de cargar con los logros y los fracasos. Por eso los padres madrugan y se acuestan tarde. El mío lo hizo hasta cuando sus fuerzas le alcanzaron. Sus lágrimas estuvieron en el borde de los párpados para denotar emociones por los logros o por las tribulaciones. Están allí en el papel de padre, una acción que redunda en satisfacción y en preocupación, siempre con el horizonte expedito de buscar lo mejor, como lo hizo el mío, como lo propendo ahora.
Es sin duda una labor que no cansa, un papel que recompensa, una actividad que termina cuando los años nos obligan al retiro de este mundo.