En Buenavista (sabanas) tierra natal de mi madre y en donde vivía casi toda la familia, un viernes Santo, murió un familiar; la noticia llegó a Tacaloa por medio del correo dado que para la época ya existía una oficina de correos y telégrafos tanto en Buenavista como en Tacaloa; seguidamente mi madre desconsolada pidió que se le avisara a la tía Chon que vivía en Remolino, un caserío que estaba a medio camino rumbo a Magangué.
Por una inexplicable razón ningún adulto estaba disponible para ir a avisarle a la tía, entonces acordaron que mi hermano Calixto de unos doce años y yo de quince, debíamos ir a Remolino y darle a la tía la infausta noticia. Como no había vehículo a motor que para la época era imposible conseguir ya que ninguno en el pueblo era dueño ni siquiera de una bicicleta, además el camino a Magangué no era el mejor pues si bien era un camino de herradura desde la colonia, nunca estaba transitable y solo se podía hacer mediante bestias.
Como en esos años treinta en Colombia se podía “pescar de noche” o sea, que la seguridad por todos los caminos era la realidad, resolvieron mi padre y mi madre que los dos muchachos, o sea, mi hermano y yo, en un burro debíamos emprender camino montados, yo como mayor en el sillón y mi hermano en el anca del burro.
Hechos los preparativos para emprender el viaje que sería de ida y vuelta ese mismo día, partimos entusiasmados a cumplir el cometido, previamente a la salida, mi madre metió en una mochila dos bollos de plátano, una libra de queso y una jarra de agua por si nos daba hambre y sed en el camino, o si por alguna circunstancia llegábamos y la tía confundida por el dolor que le causara la noticia, no nos brindaba nada.
Emprendimos el viaje, el primer trayecto lo hicimos sin ningún tropiezo; existían unos potreros de cría de ganado divididos por cercas de alambres de púas que había forzosamente que pasar previa la apertura de unos portones de madera muy pesados que para abrirlos era necesaria la fuerza de los dos, así lo hicimos en el primero que encontramos y seguimos el camino, todo iba bien, solo que antes de llegar a la segunda división un toro enorme de color negro estaba atravesado en el camino, quisimos espantarlo para que nos dejara la vía libre pero el animal se dio vuelta y plantado en lugar de irse levantó la cabeza y nos miraba.
Nos llenamos de miedo, temblando no se sabe cuál temblaba más si mi hermano o yo, seguidamente recordamos que era VIERNES SANTO día en el cual en Tacaloa nadie salía ni siquiera de su casa puesto que el recogimiento debía ser total exponiéndose el que se atreviera a salir de su casa, ofender al Señor. Nosotros dos inocentes criaturas estábamos quebrantando la regla y aunque nuestra misión era de vital importancia, no dejaba de ser un sacrilegio; la presencia de aquel animal que ya no le vimos más como algo de este mundo era la evidencia.
Nos devolvimos a toda la prisa que el burro pudo dar, el pobre animal – el burro – a trechos corría, caminaba a grandes zancadas de manera que rápidamente llegamos al pueblo, donde nos esperaban jubilosos considerando que a pesar de nuestras edades, habíamos cumplido una misión de adultos. Solo que al referirles el caso del toro, estuvieron de acuerdo en que hicimos bien en no insistir desafiándolo porque aquello no era sino advertencia divina cuyo mandato habíamos de respetar los mortales. ERA VIERNES SANTO.