
– ¡Mamá dile a mi hermana que falleció don chinche! – al otro lado de la línea mi madre levantó el auricular, balanceándolo en su mano izquierda dijo: ¡Hija! le manda a decir su la hermano que ha muerto el chinche. La voz se esparció por toda la sala, por la bocina se escucha una canción anodina, el ruido intermitente de la lavadora que arrancaba una y otra vez inundaba el ambiente. Era sábado, mi hermana estaría lavando como es su rutina los fines de semana. Se secaría las manos en el mandil, las mangas de su blusa remangadas y la pañoleta surcando su cabeza le harían ver como una campesina de la pintura de Van Gogh. Con paso ligero sintonizaría el viejo radio la frecuencia AM que la llevará de un lado a otro por el amplio espectro que sonará como pequeños truenos fastidiando a las cucarachas que desde hace un lustro se han instalado en el artefacto. El periodista de turno confirmaría la muerte de Héctor Ulloa a los 82 años. Seguirá buscando afanosa y el sonido celestial de la trompeta de Ricardo Rey & Bobby Cruz con la canción “agúzate” la harían distraer. Melodía donde el autor le dice a un individuo que se “ponga pilas, que se convierta, que lo están velando”. Los timbales endiablados de ese sonido bestial entretienen su búsqueda por un momento. Era sábado, el día preferido por la familia para escuchar el tumbao de los salseros. Finalmente la aguja del dial se detiene en “cinco centavitos de felicidad”. Una gruesa lágrima rodaría por sus mejillas, se sostiene en la mesa donde permanece el viejo radio heredado de nuestro abuelo. No musitaría palabra alguna, seguiría en sus labores de la mañana escuchando una y otra vez cinco centavitos de felicidad, su congoja la acompañaría el resto del día. Mi madre seguiría indiferente a su pesar, picando con maestría la verdura en la taza de peltre azul para preparar los tamales del fin de semana. Teníamos invitados. Ella ha sido siempre la dama de hierro a toda prueba de sentimientos y veleidades. Impermeable a temas de farándula. El frufrú del vestido satinado de la empleada se escucha rozar sus piernas embutidas en la licra rosada de siempre. Camina de un lado a otro llevando y trayendo ordenes en el basto mundo de la culinaria donde mi madre siempre juega de local porque posee el secreto de las recetas heredadas por generaciones. Desde un extremo del salón la mucama trata de comunicarle algo que no logra escuchar, aguza el oído y finalmente truena: ¡bájale volumen al radio! -Le dice a mi hermana- ¡Ya el que se murió se murió!, ¿qué vas a hacer ahora?- se mete en un profundo monologo disertando sobre vivos y muertos. Un gato goloso que merodea sus pies la mira fijamente. Ella lo ignora; descamisa una mazorca de maíz con una hoja de cuchillo reluciente. Mi hermana refunfuña, se seca las manos por décima vez en el delantal, toca el radio que enmudece, lo golpea repetidamente y queda muerto. El viejo televisor arrumado entre los cachivaches ya no volvería a trasmitir la comedia más exitosa de la televisión colombiana. Comedia que no era bufonada o algo por estilo. El chinche llega en el momento que tenía que nacer, fue un analgésico para todos los colombianos que vivíamos el horror de los bombazos de Pablo escobar en cada esquina. El ruido de la lavadora ha cesado, se escuchan sus últimos estertores y vomita un agua azulosa que recorre por una pequeña acequia llena de espumas.
Los filipichines, pasillo y obra maestra de un grupo musical boyacense. Banda sonora del programa sonaba la noche de los domingos a las 7 y 30. La cuadra, el vecindario se paralizaba. Vecindario porque para esa época existían los vecinos. Amigos, primos, transeúntes, obreros, estudiantes, mucamas buscaban la señal por el barrio. Época en que la cajita mágica no había llegado a todos los hogares. La flauta que sonaba en la canción de los “filipichines” semejaba a la flauta encantada del Hamelin, nos reunía a todos en el mismo sitio. Mis hermanas eran las primeras en sentarse frente al televisor a blanco y negro a esperar con impaciencia que apareciera el hombre vestido medio elegante y popular a hacernos la vida feliz por media hora. Ese ritual se cumpliría todos los fines de semana a la misma hora, nos apeñuscábamos el uno contra el otro para no perder las excentricidades y bondades del hombre que un día encarnaba al plomero, al día siguiente al albañil y al otro el Dr. Ese hombre sin saberlo nos hacía feliz.
Dicen que en el cenit de su civilización los griegos se inventaron la tragedia para paliar o sobrellevar el ocaso de sus pueblos. En Colombia la tragedia está a la hora del día tocando a nuestras puertas. Nuestra historia ha sido una verdadera tragicomedia que sobrepasó la imaginación de los griegos. Para lograr el sano equilibrio entre frustración y alegría; hombres como don chinche, Jaime garzón… idearon el humor, la comedia para suavizar nuestros infortunios. Aquel personaje vestido en forma excéntrica, que encarnaba en cada capítulo, las luchas, sueños del colombiano de a pie retrató sin querer la otra Colombia. Ese país que estaba naciendo; que sociólogos aún no lo habían identificado en sus métodos de investigación social: la migración de los campos a las grandes ciudades en busca de oportunidades. Por eso el programa Don chinche tuvo tanta acogida en el ciudadano común. El chinche es para nosotros lo que es el chavo para los mexicanos.
El gato glotón no logra su cometido, se aleja en la distancia sorteando la pequeña acequia que ahora permanece seca. Mi madre lo ve alejarse. El día está agonizando, el radio ya no se escucha, mi hermana no logró resucitarlo. Ahora permanece sentada en silencio ojeando una revista de modas. El nuevo televisor instalado en la sala muestra un gremio de actores y actrices con gafas oscuras transportar el féretro con Héctor Ulloa hasta su última morada. Se ha bajado una vez más el telón de la obra de teatro que es la vida. El chinche ya no volverá a actuar, su último capítulo se cierra para ser inscrito en la inmortalidad.
*Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Email: sinuano1817@yahoo.es