Cada vez que leo o recito – solo para mí- el soneto de Daniel Lemaitre el PESCADOR DE SABALOS, viene a mis recuerdos aquel hombre de contextura recia, de piel blanca que el sol tostaba cada día; que antes del amanecer salía de su casa armado de arpones, flechas y un trozo de madera de cedro de unos cincuenta centímetro de largo y más o menos cinco de diámetro; todo lo alistaba la noche anterior y ponía ordenadamente en su canoa, liviana embarcación que formaba parte esencial entre sus herramientas de trabajo.
Solo, remontaba la corriente del río Magdalena en un trecho de unos cinco o más kilómetros, llegado al sitio que había calculado, emprendía el regreso por todo el medio del río movido solo por la corriente, “erguido como un bronce en la barquilla “en la proa de la pequeña embarcación, arpón en mano seguía el movimiento de los peces que siendo un experto pescador, conocía su variedad y solo lanzaba el arpón cuando notaba que el pez que nadaba a poca profundidad, por el movimiento del agua, era un SABALO.
Nunca fallaba, lanzaba el arma que de manera certera, caía sobre el lomo del pez, el cual ya herido, bregaba en lucha mortal por zafarse del arpón mientras Luis Manuel soltaba la vara la cual flotaba por más que el animal tratara de profundizarse porque la cuerda que unía el hierro con la vara tenía suficiente largo para que esta, nunca se hundiera.
Como la vara flotaba, la seguía hasta alcanzarla, era entonces cuando comenzaba la dura brega entre el pez herido que trataba de huir y el pescador con la vara en las manos, le iba cobrando lentamente hasta que aquel fatigado se daba por vencido y poco a poco, Luis Manuel lo traía hacia la canoa y cuando ya lo tenía bien cerca, le descargaba sobre la cabeza dos o tres golpes con el madero en forma de porra y el pez moría. Entonces lo amarraba al “ojo “de la embarcación y ya bien seguro, cogía su canalete, se iba a la popa de la canoa y sentado bogaba.
Con toda tranquilidad remaba ya confiado en que llegarían, pescado y pescador al pueblo sin que nada le fuera a perturbar durante la travesía, pues a diferencia del pez enorme que había pescado el viejo en la novela de Ernest HEMINGWAY, “EL VIEJO Y EL MAR” quien después de la dura brega para su captura, mientras lo trasportaba, otros peces le dejaron solo el esqueleto.
Entre tanto, Luis Manuel que había salido en la mañana bien temprano de su casa, la gente del pueblo confiada en que traería un sábalo, se remolinaban en el puerto vasijas en mano para comprarle desde media libra hasta cinco de la fresca y apetecida carne para preparar la cena.
Solo dejaba de vender la cabeza del sábalo, esa era reservada para salarla, ponerla al sol por unos tres días y cualquier domingo invitaba a un grupo de sus amigos para consumirla después que Saturnina – su mujer – le había preparado en rico sancocho que todos saboreaban elogiando a la cocinera.
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