Cuando esta columna sea publicada, ya sabremos cuál fue la primera actitud de los congresistas ante el lamentable proyecto de reforma tributaria que -bajo el disfraz de “ley de financiamiento”– ha presentado el Gobierno. Un gobierno que, si fuera fiel a sus compromisos de campaña (de hace apenas cuatro meses) -los cuales, nos imaginamos, estaban sustentados en un programa serio, sobre bases económicas y jurídicas-, no debería estar proponiendo aumentar los impuestos, ni disminuir el poder adquisitivo de los ciudadanos de clase media y baja.
Si el candidato a la presidencia, como resultado de los estudios previos que ha debido efectuar antes de planear sus discursos y lemas de campaña, hubiera concluido en la absoluta necesidad de aumentar los gravámenes -se supone que tenía unos programas de carácter social y conocía el monto de los mismos y el estado de las finanzas estatales para adelantarlos-, estaba en la obligación moral de advertirlo, o al menos -si por estrategia política no le convenía anunciar tributos-, no ha debido prometer que durante su administración habría “menos impuestos y más salario mínimo, para un país solidario”. Hacer lo contrario, como se está haciendo, no es leal con el votante. Solamente por cuanto se consideran engañados, muchos de quienes escogieron esa opción en las pasadas elecciones están desilusionados y arrepentidos. Incumplimiento. Pérdida de credibilidad.
En lo que respecta a la proyectada extensión del IVA a los productos de la canasta familiar, no sobra recordar a los congresistas que, en 2003, ya la Corte Constitucional la declaró inexequible (Sentencia C-776/03), aunque la tarifa era del 2% (hoy se propone 18%). El fallo más reciente al respecto (C-039/18), a propósito de la Ley 1819 de 2016, fue inhibitorio por ineptitud sustancial de la demanda.
En la Sentencia C-209/16, la Corte recordó limitaciones constitucionales a la legislación tributaria, tales como los postulados del Estado Social de Derecho, la exigibilidad de los derechos sociales y económicos, la prohibición de regresividad, los derechos a la alimentación y al mínimo vital, los principios del sistema tributario (igualdad, equidad, progresividad y justicia), los cuales comprometen al ordenamiento fiscal en su integridad y son parámetros para determinar la legitimidad del poder impositivo estatal, que no puede obedecer únicamente a los ciegos e indolentes cálculos de asesores económicos.
A propósito, han confiado la defensa del proyecto tributario a un tecnócrata, en cuya mente no caben consideraciones distintas a las cifras aprendidas de memoria, y por tanto allí no existen ni la Constitución, ni los derechos, ni el Estado Social, ni la jurisprudencia, ni el equitativo reparto de las cargas tributarias, ni la realidad de la clase media, ni los principios superiores de equidad, eficiencia, igualdad (real y material), proporcionalidad, razonabilidad…, ni nada. Solamente porcentajes incomprensibles para la mayoría. Se atrevió a proclamar que un trabajador con salario mínimo, cuando le fueran a consignar los famosos cincuenta mil pesos de “devolución del IVA”, bien podía decir: “No me consignen tanto. Basta con veinte mil pesos”. Queda claro que el funcionario ignora por completo la dura realidad de esas familias. Esa afirmación es burla, cruel e indolente, contra los más pobres.
El Congreso, que no representa ni se debe al Gobierno sino al pueblo, tiene la palabra.