Poco antes de que Santos fuera presidente de Colombia, un columnista sentenció que Juan Manuel Santos tendría, tarde o temprano, que romper cobijas con Álvaro Uribe; él mismo se formuló la pregunta y la respondió: “Qué cuánto le durará la lealtad y obediencia al presidente Santos con el expresidente Uribe. Probablemente solo el tiempo que tarde la ceremonia de posesión”. Y, palabras más, palabras menos, así fue.
Debe haber cientos de razones para que esto suceda de esa manera, desembocando además en escenarios curiosamente desconcertantes. Santos, por ejemplo, para quienes creían que iba a ejercer un gobierno en fotocopia del anterior, hizo en los temas más sensibles, exactamente lo contrario. Si recordamos que antes de candidatizarse para presidente oficiaba como ministro de la Defensa, en el más militarista de los gobiernos, lo ocurrido a posteriori resultó, por decir lo menos, sorpresivo.
Parecía que con Santos de ministro las hostilidades entre Colombia y Venezuela se agudizaban más allá de lo que Uribe ordenaba. La palabra paz no estaba en el vocabulario del futuro candidato, y por el contrario, hacía mutis por el foro cuando señalaban al gobierno Uribe de tener vínculos con el paramilitarismo o de verse comprometido en casos como los de los falsos positivos.
El candidato, como todos recordamos, mutó. Enhorabuena. Súbitamente, concluyó que con Venezuela debería existir una relación responsable; que la autodeterminación de los pueblos debe respetarse y, que, si era necesario, hasta bautizaría al mandatario venezolano como su nuevo mejor amigo.
En lo de la paz, la logró (al menos con las Farc) contra todo pronóstico y en abierto enfrentamiento con su mentor, y se granjeó el premio Nobel de la Paz. No persiguió tampoco a los magistrados de las altas Cortes, ni los chuzó (que se sepa), ni metió por la cocina de Palacio a paramilitares para cuadrar versiones o testigos.
Eso no quiere decir que Santos haya sido un buen presidente. Quiere decir que mantuvo el patrón de conducta según el cual “cada quien es siempre cada quien”, y por lo tanto cada quien gobierna a su estilo con sus amigos o cómplices.
Doña Juliana Márquez, madre del presidente electo Iván Duque, nos lo advirtió cuando sostuvo, aquello de que “Iván es Iván y el presidente Uribe, es el presidente Uribe”.
Sabia reflexión de la señora. Una madre sabe que aun criando a sus hijos en el mismo hogar, y con las mismas costumbres, cuando estos crecen, pueden llegar a ser tan distintos y distantes, que pareciera que no se hubiesen conocido nunca. Así es la vida, cada quien es dueño de su territorio mental y espiritual.
Pero hay más, yo misma me pregunto ¿quién podría gobernar como Uribe, jugar con sus trucos llenos de cinismo, armar sus marañas o decir sus embustes (en la hasta ahora total y absurda impunidad) sin ser el propio Uribe?
Me preocupa mucho la llegada de Duque al poder. Si deliberadamente intentara seguir los pasos de Uribe al pie de la letra, sería un desastre para el país. Pero aun si actuara siguiendo el patrón de conducta natural del divorcio, de la independencia, nos embargaría de dudas a millones de colombianos (a quienes lo apoyaron y a quienes no).
Porque ya vimos que cuando los candidatos no son los propios dueños de su aventura, se mimetizan antes de las elecciones con el propósito de arroparse con el prestigio de sus mentores; pero electos, vuelven a ser lo que antes eran.
Y así debe ser: pero, y en ese antes ¿Quién era Iván Duque? Nadie lo sabe, ni siquiera Uribe. Así es que solo nos queda la esperanza de confiar en la sabiduría manifiesta de la señora Márquez. Dios la oiga.