Mientras se estudia la naturaleza de los cambios a la administración de justicia, empieza también el debate sobre la reforma política.
Esa reforma tiene dos grandes áreas: los partidos políticos y el sistema electoral. Colombia tuvo hasta 1991 un régimen de partidos fundamentalmente bipartidista, con el conservatismo y liberalismo como base y algunos movimientos disidentes y efímeros, tipo MRL, a su alrededor. Ese bipartidismo se volvió excluyente con los pactos de Benidorm y Sitges que dan lugar al Frente Nacional, con el cual si bien se ponía fin a la violencia partidista se cerraban también los espacios para cualquier otro partido distinto a los pactantes. La Constitución del 91 le da el puntillazo final al bipartidismo, que venía fracturándose desde 1982, y da origen a un régimen multipartidista extremo que llegó a tener más de 70 partidos y movimientos, la mayoría de garaje. Cada jefecito local podía crear y ser elegido con su propio movimiento. Las dificultades de gobernabilidad generadas por ese esquema ha dado lugar a distintas reformas, todas menores, con miras a endurecer los requisitos para la conformación de partidos y movimientos y reducir su número. Sin embargo, la más importante, sin duda, ha sido el establecimiento de un umbral mínimo de votos para alcanzar representación en el Congreso. Hoy el régimen es multipartidista pero moderado, con alrededor de una docena de partidos y movimientos con representación parlamentaria, sin mayorías absolutas y, por tanto, con la necesidad de coaliciones y alianzas tanto para elegir presidente como para controlar el Congreso.
Duque fue elegido por una alianza con el Centro Democrático y sectores conservadores como base, que se amplió primero a los movimientos cristianos de MIRA y Justa Libres y, en la segunda vuelta, a los demás conservadores, al liberalismo, a la U y a Cambio Radical. Esa coalición habría asegurado una muy cómoda mayoría en el Congreso, pero el Presidente decidió construir un gabinete sin representación política. Esa decisión supuso que Cambio y el partido Liberal se declararán independientes y tendrá como consecuencia una muy difícil gobernabilidad hacia adelante.
La reforma política que empieza a discutirse deberá decidir si se quiere ahondar en el pluripartidismo o si quiere reducir el número de partidos y movimientos. Si bien en teoría más partidos aseguran una mayor representatividad, en tanto al ciudadano le queda más fácil encontrar coincidencias con su manera de entender el Estado, las democracias más estables tienden a tener un número menor de partidos.
En donde sí debería haber coincidencias es en que las listas a los órganos colegiados como Congreso, asambleas y concejos deberían ser cerradas. Las listas abiertas, con voto preferente, dan más libertad al elector, que puede escoger el candidato con nombre propio que más le gusta, pero multiplican el costo de las campañas porque obligan a cada candidato a hacer una independiente que lo diferencie de sus compañeros de lista. A mayores costos, más riesgos de corrupción. Ahora, el sistema actual, que permite a los partidos escoger entre listas cerradas y abiertas, es insostenible. Los que escogen listas cerradas no pueden competir equitativamente con los de abierta.
Parece abrirse también un debate acerca de la conveniencia o no de un senado nacional. La circunscripción nacional permite la proyección de nuevos liderazgos pero hace también que muchos departamentos con poca población se queden sin representación en el Senado. Además, las campañas nacionales aumentan los costos. Pero el retorno a la regionalización de la elección sería un error. Las figuras más relevantes del actual Congreso, en la izquierda y en la centro derecha, han sido elegidas con votos en muchos departamentos. Un equilibrio, un sistema mixto, sería deseable.
Especial cuidado debe tenerse con las circunscripciones uninominales y con la creación de distritos electorales. Nada hay más relevante en los sistemas políticos que los cambios en las reglas electorales y en el sistema de elección. Acá los ensayos pueden ser costosísimos y muy riesgosos.
¿Voto obligatorio? No, solo enmascara los problemas del sistema político que se traducen en la abstención que, además, es un derecho. ¿16 años? Si se baja la edad para votar, tendría que bajarse también en materia de responsabilidad penal y en lo civil. Cierta madurez es deseable.