Este 10 de octubre se movilizan en todo el país los estamentos de las universidades públicas para reclamar y demandar la atención e interés tanto de parte del Gobierno Nacional como del Congreso de la República, en momentos en que las universidades estatales afrontan una crónica crisis financiera que lo amenaza gravemente. Esta será una Gran marcha, la que permitirá visibilizar la problemática de la educación superior pública en Colombia, sobre todo su red de universidades y procurar que esta crisis haga parte de la agenda pública, después de tantos años de su postergación y del desdén por parte de los sucesivos gobiernos.
En cuanto al financiamiento se refiere la educación superior acusa enormes falencias. La misma se rige por la Ley 30 de 1992, por medio de la cual “se organiza el servicio público de la educación superior”, la cual no responde a la dinámica de crecimiento de la cobertura y de las nuevas y mayores exigencias que ella demanda. De conformidad con el artículo 86 de la misma las transferencias de la Nación a las universidades, desde su entrada en vigencia en 1993, están indexadas con la inflación causada el año anterior
No obstante, como lo señala un estudio del Sistema Universitario Estatal (SUE), “los gastos de funcionamiento e inversión de las universidades en los últimos años, se incrementaron año a año en promedio 10.69%…es decir, alrededor de 5 puntos porcentuales por encima del promedio del Índice de Precios al Consumidor (IPC) en ese mismo período”. Allí está claro el descalce entre los recursos asignados por Ley y los requerimientos de las 32 universidades públicas. Es más, de acuerdo con un estudio de los profesores de la Universidad Nacional Carlos José Quimbay Herrera y Jairo Orlando Villabona Robayo, el efecto acumulado de la reducción de los aportes de la Nación a los presupuestos de funcionamiento e inversión de las universidades entre 1993 y 2015 fue de 44.4%, al pasar de representar el 3.6% del total de gastos del Gobierno Nacional en 1993 a solamente 2% en el año 2015.
Y no es para menos, toda vez que, según cifras de la Asociación Colombiana de Universidades, el número de estudiantes matriculados en pregrado pasó de 159.218 en 1993 a 611.800 en 2016, creció casi 4 veces y la cobertura se amplió entre el 2010 y el 2016 del 37.1% al 51.5%. Pero los retos planteados no son sólo cuantitativos sino también cualitativos. Como es bien sabido, sendos pronunciamientos de la Corte Constitucional, a través de sus sentencias C-006 de 1996 y C-401 de 1998 obligaron a las universidades a modificar sustancialmente su régimen salarial y prestacional y ello conlleva un mayor costo de funcionamiento no previsto en la Ley 30. Me refiero al Decreto 1279 de 2002, que reformó para siempre el Decreto 910 de 1992.
Además, toda universidad que se respete aspira a obtener el Registro Calificado y la Acreditación de Alta Calidad de sus programas, lo cual comporta unos requerimientos por parte del Ministerio de Educación, los cuales tienden a mejorar la calidad tanto de la institución como de los programas que ofrece. Me refiero a la formación y especialización docente, a la infraestructura física y tecnológica, recursos de apoyo para las actividades de investigación y desarrollo, bienestar universitario, amén de los sistemas de gestión académica y administrativa. Y eso está muy bien, pero tienen un costo que deben asumir las universidades, que nada tienen que ver con el IPC anual, que es la base del incremento del presupuesto para las universidades públicas de un año a otro. Se estima que por el sólo concepto de gastos personales para el pago de docentes se ha venido acumulando anualmente un déficit de 4.4 puntos porcentuales con respecto al IPC, que se viene a sumar al déficit de $15 billones en el rubro de inversión.
La verdad sea dicha, los recursos apropiados para financiar la educación superior por parte del Gobierno Nacional, según el SUE, “ha aumentado de $2.21 billones en 2002 a $8.9 billones en 2017”, pasando del 0.90 de participación en el PIB a 1.04 del mismo. No obstante, “las transferencias de la Nación a las universidades han tenido un decrecimiento del 55.7% al 37% en el mismo período”. En cifras redondas, mientras que en 2004 de los $2.8 billones apropiados para la educación superior, $1.4 billones, el 50%, fueron transferidos a las universidades públicas, en el 2017 de los $8.9 billones sólo recibieron $3.2 billones, el 35% (¡!).
Los aportes de la Nación a las universidades se ha ido rezagando con respecto a aquellos que tienen por destinación a la educación superior en su conjunto, en donde además de las universidades cuentan los niveles técnicos y tecnológicos. En efecto, el aporte a las universidades públicas pasó de $1.72 billones en 1993, cuando entró en vigencia la Ley 30 y en 2016 fue de $2.93 y dad la asimetría entre el crecimiento de dicho aporte y la ampliación de la cobertura se ha traducido en un hecho aberrante, mientras en 1992 por cada estudiante el aporte era de $10´825.890 en 2016 fue de tan sólo $4´785.338, menos de la mitad (¡!). El Gobierno Nacional y el Congreso de la República tienen la palabra, ahora que se tramita el Proyecto de Presupuesto General de la Nación es la oportunidad de enjugar el déficit de la universidad pública y evitar así una crisis mayor. Es ahora o nunca!.