El 2 de noviembre de 1995 fue asesinado en Bogotá Álvaro Gómez Hurtado. Tuvieron que pasar 22 años y también ocho Fiscales Generales de la Nación para que, por fin, su asesinato fuera declarado crimen de lesa humanidad, algo que venía exigiendo la familia y muchos de quienes tuvimos la oportunidad de compartir momentos únicos con la cultura ecuménica, la lucidez y la bonhomía de Álvaro Gómez.
Mucho hace falta para que podamos decir que se hizo justicia, pero algo se logró con la declaratoria de imprescriptibilidad del delito, derivada de la condición de lesa humanidad. Cuando menos, se le cerró el camino a la impunidad, que ha reptado durante estos años en el lodazal de la corrupción política y de la violencia criminal asociada al narcotráfico, el mal de males de nuestra patria.
Han pasado también, pero a mejor vida, siete testigos claves. El último y quizás el más importante para la investigación, Ignacio Londoño, político y abogado de las mafias, no fue llamado por la justicia a pesar de las evidencias en su contra, hasta que fue asesinado hace dos años. Enrique Gómez Martínez, sobrino de Álvaro y abogado de la familia, no ha ocultado sus temores frente a la amenaza latente, pero nunca ha dejado de perseguir con valentía la justicia para este magnicidio, aunque la justicia se haya escurrido entre oscuros intereses.
En efecto, otro de los aspectos importantes de la declaratoria de lesa humanidad, es el reconocimiento de que “Es evidente (sic) “los palos de ciego” que se dieron en esta investigación desde su inicio por cuenta de las acciones desviatorias”. Como los tales palos de ciego se dieron en las instancias del Estado involucradas, surgen preguntas: ¿Quién o quiénes están detrás de las sistemáticas desviaciones de la investigación? ¿Por qué, si son tan evidentes, no se ha investigado y castigado a los obstructores de la justicia?
Al parecer, son preguntas con respuestas que no han logrado hacer parte de la verdad judicial, lo que nos lleva al gran pendiente de la investigación: La autoría intelectual. La justicia decidirá si vence la posición de la familia, que inculpa al expresidente Samper y a su ministro Serpa, o la de quienes se la adjudican a una derecha golpista que castigó a Álvaro por su apego a la legitimidad, o se trató de uno de los golpes del narcotráfico contra el Estado y la sociedad, que marcaron la década trágica de los ochenta, rematando con el asesinato de Álvaro Gómez en 1995.
Hacia delante, solo resta esperar que la decisión trascendental de la Fiscalía no tenga el resultado contraproducente de “dormir” la investigación otros veinte años, o hasta que terminen de matar a los testigos y triunfe la impunidad del terror. No. El magnicidio de Álvaro Gómez merece justicia.
Nota. Que la Navidad sea un remanso de paz en el mar embravecido de la Colombia preelectoral.