Después de varios días de intentar de hablar con mi papá por teléfono: al fijo, al celular, Facetime, Whats app, Skype… ¡Al fin lo logro! Vivimos en países diferentes y no había podido comunicarme telefónicamente con él, no porque no había señal o porque los teléfonos estuvieran dañados, sino por recomendación de médicos, quienes aconsejaban que él no debería hablar por teléfono ya que se podía agitar o cansar. Tiene 94 años y se cayó, por lo tanto tuvo una fractura la cual hubo que operar y naturalmente, la recuperación va a tomar días…semanas…meses.
En estos múltiples intentos de hablar con mi papá para saludarlo o para simplemente conversar, siempre me contesta mi mamá, dejándome saber que aún no es el día o el momento de pasarlo al teléfono. Ella me cuenta todos los cuidados que está teniendo con mi papá: cocinándole, dándole la comida, ayudándolo a acomodarse en la cama, dándole las medicinas, pasando las noches en vela estando pendiente de él.
Después de dos semanas de su caída y de intentar diariamente que me lo pasen al teléfono, llamo y me contesta mi mamá, me deja saber cómo han pasado el día y la noche, y para mi sorpresa, me dice: “Ya te lo paso”. Tanto él como yo nos pusimos muy alegres de oírnos y de poder retomar nuestra rutina de comunicarnos diariamente. Le trato de dar ánimos, de hacerle ver cómo se está mejorando, le hago énfasis en que esto es transitorio y que se va a recuperar muy pronto y podrá volver a sus cotidianidades, en especial, leer y escribir, que tanto le gusta.
Antes de colgar, él me dice: “Las llamadas de mis hijos me animan”. Y ya despidiéndonos, termina nuestra conversación con él diciéndome: “Que bueno que me llamaste. ¿Mañana me llamas de nuevo verdad?”
Esto inmediatamente me trajo un recuerdo de hace ya casi 30 años, cuando nació mi hijo, Mateo. Ese mismo día supe que tenía varicela y los médicos indicaron que el bebé no debería estar conmigo hasta que yo me curara del todo, por lo menos 10 días, para evitar contagiarlo o si ya tenía la enfermedad que le diera leve. Además, la varicela me dio muy fuerte, lo que es natural en un adulto, por lo tanto, yo no iba poder cuidar a un recién nacido.
Yo desesperada y desanimada, además de sentirme físicamente muy mal, no sabía qué iba a hacer. Al día siguiente, ya salía del hospital, si yo me iba a la casa, Mateo no podía estar en ese mismo lugar. Pero en eso mi mamá, quién estaba conmigo, inmediatamente sin pensarlo dos veces y sin decir ni una sola palabra, la veo que coge de un lado a Mateo y del otro lado su maleta, se despide y los veo partir. Aunque triste ante esta situación, siento un alivio y confianza que mi mamá lo cuidará.
A la mañana siguiente, llego a la casa. Mi mamá me había dejado una nota para hacerme saber que ya encontró un lugar (casa de unos amigos que están fuera del país) donde pasar esos diez días y hacerse cargo del bebé. Durante esos días, mi mamá me llamaba por teléfono, los últimos días con voz de agotamiento, contándome todos los cuidados que ella estaba teniendo con mi hijo: preparándole el tetero, dándole su biberón, ayudándolo a acomodarse en la cuna, dándole las medicinas, pasando las noches en vela estando pendiente de él.
Mi papá estaba en otra ciudad, por lo tanto no podía visitarme. Como sabía lo triste y desanimada que estaba, me llamaba a diario, casi siempre a la misma hora, y durante esos diez días me trata de dar ánimos, de hacerme ver cómo me iba mejorando, me hacía énfasis en que esto era transitorio y que me iba a recuperar muy pronto y podría volver a mis cotidianidades. Y comenzar mi labor de madre.
Y termina nuestra conversación yo diciéndole a él: “Que bueno que me llamaste. ¿Mañana me llamas de nuevo verdad?”