El mundo se ve diferente desde las alturas. La perspectiva humana se diluye ante la inmensidad de la naturaleza: una corteza infinita de mares, desiertos, selvas y cordilleras. En ese universo de fuerzas ciegas, bajo la noche estrellada, se divisan, sin embargo, puntos de luz, cada uno de los cuales señala “el milagro de una conciencia. En aquel hogar se leía, se reflexionaba, se intercambiaban confidencias”. Así contempló el mundo Antoine de Saint-Exupéry, cuando surcaba los cielos de Europa, África y América en su frágil aeroplano.
Escribiría en Tierra de los hombres (1939), su obra maestra, que “lo que da sentido a una vida da sentido a la muerte”. Vivió volando y volando murió, abatido por un caza alemán, cuando fotografiaba desde su avión la costa del sur de Francia. A pesar de sus 44 años, a pesar de su cuerpo maltratado por los accidentes, quería servir a la liberación de su país, pilotando. Y es que, como escribió en ese libro, “ser hombre significa, precisamente, ser responsable. Supone conocer la vergüenza frente a una miseria que no parecía depender de uno. Supone sentirse orgulloso de una victoria que los compañeros han conseguido. Supone sentir, al colocar su grano de arena, que se contribuye a construir el mundo”.
En 1943 publicó Le petit prince, traducido al español –de modo inexacto– como El principito. Tanto cautivó al público, que la obra se tradujo a 300 lenguas (es la más traducida del mundo, después de la Biblia), vendiéndose 200 millones de ejemplares. ¿Por qué el libro despertó una admiración tan universal? Porque su lenguaje, como el de las fábulas clásicas o las parábolas de Jesús, aúna sencillez y potencia significativa (es una alegoría, tejida de símbolos, que puede leerse en diversos niveles de complejidad y significación). Es una obra que nos habla a todos, y a cada uno de modo diferente.
El principito es una fábula, un libro de viajes (interplanetario) y una novela de formación. El pequeño príncipe recorrerá diversos asteroides, en los que encontrará hombres solos y unidimensionales: el rey, el vanidoso, el bebedor, el avaricioso y el farolero (“el único que no me parece ridículo, quizás porque se ocupa de algo ajeno a sí mismo”). Es el único responsable, pues con su trabajo, con su vocación de servicio, responde a las necesidades de los demás.
¿Y qué responsabilidad hay mayor que responder a la necesidad más honda de la persona: ser y sentirse amado? ¿Qué puede ser más significativo que quebrar la soledad en la que se encierran o son encerradas los seres humanos? Por eso el zorro, maestro del pequeño príncipe, le animará a “crear vínculos” y a cuidar su rosa. “¡Eres responsable de tu rosa!”. Esa rosa, rodeada de volcanes, simboliza a la mujer de Saint-Exupéry (la salvadoreña Consuelo, proveniente de una tierra de los volcanes). Y, en nuestro mundo materialista y tecnocrático, la rosa simboliza también la fraternidad, la amistad y el amor: las verdades esenciales que tejen la vida de los hombres.