A diario nos enteramos por los medios de comunicación, de la innumerable y constante violencia que se vive en nuestro país. Diferentes estamentos judiciales han tratado, en reiteradas ocasiones, de poner freno y hacer un llamado de atención por la situación, pero tristemente no se vislumbra luz al final del camino, al menos por el momento. Es una carencia de valores sociales extremadamente absurda y un paternalismo sin límites en los que estamos sumergidos, que no nos permiten levantar cabeza. ¿Por qué premiar a los malos y castigar a los buenos?
Esta pareciera ser la tesis de nuestro sistema judicial o, al menos, la que yo percibo del diario actuar de nuestras instituciones de justicia. Últimamente se ha hecho común ver que se conceden indultos, hay rebajas de penas, y leyes «mano dura» surgen por doquier, que al final se convierte en la mano oscura porque nadie ve su efecto. Pero, ¿quién se pone verdaderamente a pensar en aquél que ha sido afectado por un amigo de lo ajeno o criminal? ¿En su dolor? Nadie devuelve eso que tanto costó conseguir y fue arrebatado; y mucho menos si se trata de algún ser querido. La pregunta que surge es: ¿a quién pertenecen los derechos humanos? Entonces, de qué sirve que se denuncie el problema una y otra vez, si siempre caemos en lo mismo sin hacer nada, una impunidad sin medida. Al final se premia al delincuente que termina cometiendo la falta nuevamente, y por ende malgastamos «pólvora en gallinazo».
El sistema judicial debe revisar su modo de actuar al momento de imponer penas. Al dictarlas, hay que ser más objetivo y ponerse en el pellejo de los afectados. Si la ley favorece al delincuente, sencillamente señores aquí no hay nada más que decir: y se tome la justicia por sus propias manos. ¿Qué sentido tiene crear leyes que supuestamente nos benefician cuando al fin y al cabo no es así? Y qué decir de los centros penitenciarios que son escuelas de la muerte, más no centros de rehabilitación.
No obstante, debe haber una contribución de toda la sociedad si de verdad queremos rescatar algo de lo que nos queda a unos pocos: respeto al prójimo. Las instituciones educativas en general, principalmente, deben prestar especial atención al problema, ya que, si observamos, pasamos al menos una tercera parte de nuestras vidas asistiendo diariamente a estas. Nuestros profesores, por consiguiente, deben luchar al máximo no solo por formar al individuo académicamente, sino también socialmente; es decir, inculcarles a las personas valores ciudadanos que en un futuro redunden en la obtención de mentes positivas que aporten al desarrollo del país, no en su detrimento. Igualmente, en nuestros hogares debe existir el mismo patrón.
Esperamos mejores días, pensar en el pueblo que sufre y ve desvanecidas sus esperanzas de tener un mejor futuro, abrumado por los problemas de los que somos presa diariamente. Examinemos nuestra conciencia a profundidad y ver qué es lo que queremos como nación: un país lleno de problemas en el que no impere ley alguna, o uno en el cual todos sus habitantes se sientan a gusto y orgullosos de formar parte de él.