
A solo setenta días de unas nuevas elecciones hay algunas particularidades (o anomalías) de la contienda local que merecen resaltarse. Durante tres décadas que llevamos en Colombia con la posibilidad de escoger por la vía democrática a nuestros mandatarios territoriales es la primera vez que se produce una explosión insospechada de candidaturas. En todos los eventos anteriores la pugna se resolvió entre dos aspirantes muy fuertes y en algunos casos —muy escasos por cierto— hubo un tercero en discordia. En esta ocasión tenemos cinco opciones para escoger el próximo gobernador de Risaralda, ocho para la alcaldía de Pereira y siete para la alcaldía de Dosquebradas. ¿Qué extraña circunstancia ha causado tal arrebato? En un momento en el que la corrupción ha logrado sus más altos niveles y permeado cada rincón de la vida pública y cuando el ejercicio político ha alcanzado costos aterradores e inverosímiles es difícil comprender este frenesí electoral.
A primera vista podría afirmarse que es una circunstancia positiva que le brinda más opciones al elector, que significa la revitalización de la democracia local y hasta quizás muchos de ustedes aplaudan que así sea. Sin embargo en mi particular opinión lo que este panorama refleja es otra cosa. Cada día es más evidente la penosa decadencia de los partidos políticos, se destapa la ambición desmedida de algunos de sus actores y aflora la indisciplina que se ampara con la figura legal de las candidaturas por movimientos ciudadanos (o por firmas). Lo que tenemos es un desorden, un caos. Hay también una peculiaridad adicional en estos eventos electorales que no es menos importante que las mencionadas y que sirve de estímulo a muchos de nuestros políticos. A medida que la fecha final se acerca y que los nervios se ponen a flor de piel algunos de los aspirantes se bajan del bus y adhieren a otro de ellos a cambio de un alto precio que le representa su acceso al futuro gabinete del nuevo mandatario o un pedazo importante de la torta. Incluso hay quienes renuncian después de que la Registraduría ha ordenado la impresión de los tarjetones electorales. Pareciera que su presencia en el debate y en la contienda no tiene otro fin que el de insertarse solapadamente en las esferas de poder donde no representarán a nadie sino a sí mismos. No son otra cosa que menesterosos que mantienen su vigencia actuando como parásitos de quienes son una opción política válida.
La norma que castiga económicamente a quienes no obtengan el 5% del total de los votos válidos no es suficiente para desestimular candidaturas de papel; debe estar acompañada de una inhabilidad para contratar, al menos por un período, en la circunscripción en la que dicho aspirante participó. La ley debería prohibir que los aspirantes derrotados e incluso los que renuncien después de inscribir su candidatura participen de las nóminas y de la contratación pública durante los cuatro años subsiguientes. Esas son algunas de las simples cosas que necesita la política para que nuestra democracia no caiga en las manos de tramposos y oportunistas. Otra aberrante arista de esta corruptela que hace carrera en la lánguida democracia colombiana es la de las candidaturas “amigas”. “Yo te lanzo, pero si al final la cosa se pone dura, tú renuncias y adhieres a mí”. En Bogotá, Petro adhirió a Morris pero si Galán se le acerca a Claudia López, Morris se baja y adhiere a ella. Un juego maquiavélico en el que todo se vale. En próxima entrega les hablaré de las campañas “sucias”, de las encuestas, de los egos y de otras perversas estrategias electorales.