Amigos lectores: esta nota fue quizá de las primeras que escribí para nuestro MAGANGUE HOY, si hoy la repito, con la venia de ustedes, es porque en mi memoria están vivos los recuerdos de esos compañeros y amigos que vivieron soñando en volver algún día a una patria que los vio nacer..
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ra nuestro primer treinta y uno de Diciembre en los Estados Unidos, las calles estaban cubiertas de nieve, el frío era intenso, dentro de los apartamentos, había calefacción emitida por unos aparatos de hierro en forma de serpentines por donde circulaba el vapor que se originaba en unas enormes calderas alimentadas con carbón.
A nuestro modesto apartamento, habíamos invitado a unas parejas de colombianos con sus respectivos niños, el presupuesto hecho para comprar un pavo, una botella de “Chivas” y unas cuantas cervezas, no daba para más, todo estaba matemáticamente calculado.
A eso de las nueve de la noche, sonó el timbre de la puerta, me apresuré a abrir – ya nuestros amigos habían llegado puntualmente – al abrir, envueltos en pesados abrigos de lana, bufandas al cuello, guantes de cuero en las manos, sombrero de fieltro en la cabeza, con gran sorpresa identifiqué a unos médicos cubanos compañeros en el hospital. Los hice entrar y se los presenté a mis paisanos, nosotros derrochando alegría, hablábamos de la patria, de la familia que de igual manera estarían celebrando a la distancia. Estábamos en un país distinto al nuestro, bajo el común apelativo de extranjeros, pero los colombianos, estábamos allí por nuestra propia voluntad, porque buscábamos algo para lo cual teníamos un límite de tiempo y después, regresar al terruño amado y abrazarnos con los nuestros.
No así los colegas cubanos, ellos habían salido de su querida Cuba, dejándolo todo, familia, bienes, amigos, para comenzar una nueva vida llena de de dificultades, empezando por el idioma. En su país eran profesionales de la medicina con pacientes, prestaban sus servicios en clínicas y hospitales donde eran bien remunerados lo cual les permitía una vida holgada, cómoda y feliz.
Llegada la media noche, los colombianos, manifestábamos nuestra alegría sonando pitos y dándonos fraternos abrazos, ellos en cambio lloraban lamentándose de su triste suerte, esto se hacía más patente por cuanto en su mayoría eran ya personas maduras, que habían trabajado toda su juventud haciendo patria y ahora estaban en un país que si bien les había brindado su suelo, eran sencillamente unos exilados.
Solo el espíritu caribeño les mantenía debatiéndose cada día entre la incertidumbre y la esperanza. De no haber sido por este temperamento innato del cubano, aquella noche hubiera sido un drama. Nuestra euforia terminó por contagiarlos y después de los lamentos, vino el goce, que para nosotros no se acababa al día siguiente, pero para ellos seguiría la incertidumbre, la desesperanza tal vez el infortunio.
En el año 1968, algunos de estos amigos cubanos, habían muerto, los mató la nostalgia pues nunca dejaron de añorar en su querida isla a la cual volverían, según ellos, tan pronto las circunstancia se los permitieran.
Esto me demostró que vivir en el exilio es de los castigos más crueles que puede afrontar un ser humano. Cuanta pena sentí por mis amigos cubanos para quienes siempre tuvimos abiertas de par en par, las puertas de nuestra humilde morada en Chicago.
De esto hacen cincuenta y seis años, y si hoy lo traigo a colación es porque esta fecha, de tan gratos recuerdos para nosotros – me refiero a los colombianos – recordando a esos amigos cubanos, por estos medios modernos, busqué la manera de saber de alguno de ellos, la respuesta la obtuve de uno solo por medio de sus hijos quienes me comunicaron que justamente su padre, había muerto unos meses antes de mi comunicación. Para esos amigos de cuya pena fui testigo, a su memoria, va esta nota.