
Se promueve en el Congreso de la República una reforma política, que pretende erradicar la corrupción electoral y mejorar las prácticas políticas, lo que en principio, podríamos calificar como loables propósitos.
No obstante, la reforma no ataca problemas estructurales de nuestro sistema democrático, empezando por el desueto Código Electoral de 1986, sino que ante el convencimiento de la fragmentación de los Partidos Políticos (vía voto preferente), el alto costo de las campañas aunado a la corrupción electoral y la escasa participación política de las mujeres, se pretende hacerle frente a esos flagelos con la financiación estatal total de las campañas políticas, mayor equidad de género y obligatoriedad de las listas cerradas. A éstas últimas me voy a referir.
Nuestro sistema electoral contempla que los partidos, movimientos políticos y grupos significativos de ciudadanos, tienen la potestad de presentar sus listas a corporaciones públicas, a través de listas cerradas o abiertas (con voto preferente). En esta última, los electores podrán señalar el candidato de su preferencia entre los nombres de la lista que aparezcan en la tarjeta electoral y se reordenará de acuerdo con la cantidad de votos obtenidos por cada uno de los candidatos.
Quienes se oponen a las listas abiertas o con voto preferente, la acusan de fragmentar los partidos, encarecer las campañas políticas y que las mujeres quedan con escasa representación. Creen que su cura está en volver obligatorias las listas cerradas o bloqueadas, en donde ya no son los electores quienes reordenan la lista, sino los propios partidos a través de los mecanismos que cada colectividad internamente determine.
Las listas cerradas, en los sistemas electorales donde han funcionado con relativo éxito, exigen unas primarias simultáneas y obligatorias para todos los partidos y movimientos que pretendan postular candidatos, para que a través de consultas internas, sean los ciudadanos y no la cúpula de los partidos, los que ordenen la lista que será presentada a las elecciones ordinarias.
Pero nuestro Congreso quiere que sean los partidos, quienes autónomamente escojan su mecanismo para elaborar dichas listas. Lo que supone que unos, resucitarán el oprobioso bolígrafo, en donde el Director de cada partido impondrá su voluntad; otros, lo harán a través de sus convenciones o conciliábulos, o por medio de encuestas, y también por consultas internas o abiertas, e inclusive, por insospechados y nuevos procedimientos.
Este maremágnum de opciones, de verdad, que sí llevará a la atomización de los partidos, pues los intereses de todo candidato, es encabezar la lista, o por lo menos estar en los sitiales de honor, que hagan posible su elección. Cada quien se la jugará por el mecanismo que más le convenga a sus pretensiones, no a la de su colectividad. Al final, serán siempre más los inconformes, que los que terminen satisfechos, y eso inexorablemente conducirá a la creación de nuevos movimientos, la mayoría de garajes, para tener la oportunidad de liderar las listas. Lo cual conduciría al traste con una de las principales intenciones de la reforma: cohesionar a los partidos políticos.
Por otra parte, de celebrarse primarias o consultas internas o abiertas, llevaría a un triple gasto, tanto para el Estado, como para los partidos y candidatos, desvirtuándose de esta manera, la finalidad de disminuir los costos electorales. Por otra parte, sino son obligatorias y simultáneas para todos los partidos, aparte de su escasa participación y despilfarro de dinero estatal, conduce a que los partidos que no convocaron a consultas, sus partidarios interfieran en la de los otros, lo que alteraría su independencia y voluntad internas.
Lo más deleznable de las listas cerradas, es que originan una altísima abstención, lo cual traduciría en una deslegitimación de nuestro sistema democrático. Al estar ya preestablecidas las listas, se genera apatía por parte de la ciudadanía, y también de los candidatos que no lograron estar en los lugares de privilegio de cada lista, pero inclusive de los primeros también, al ya sentirse elegidos.
Para rematar, pretender hacer efectiva esta reforma para las elecciones del 27 de octubre de 2019, cuyo último debate deberá suscitarse en junio del año entrante, es generar una incertidumbre sobre todo el proceso electoral, que nuestra sociedad no estaría en capacidad de resistir.
Si de veras se quiere depurar la política y disminuir sus costos, empecemos por aprobar el voto obligatorio, darle aplicabilidad al voto electrónico y a la financiación total y anticipada de las campañas políticas.
El voto obligatorio, jamás deberá ser punitivo, sino inhabilitante. Por ejemplo: Quien no vote sin justa causa, acreditada ante la autoridad electoral, en los cinco años siguiente, no podrá recibir subsidio o ayuda estatal, ni aspirar a ser nombrado o contratado por el Estado, ni ingresar a universidad pública.
Abogado y Periodista.