Al iniciar el Cuarto Domingo de Cuaresma, el pasaje de San Lucas nos narra la conocida parábola del Hijo Pródigo, que bien pudiera llamarse la “parábola de los dos hijos perdidos” y mejor todavía “La parábola del amor del Padre”, porque es realmente el mensaje central de esa narración.
El texto de San Lucas del siglo I fue llevado maravillosamente a la pintura en el siglo XVII por el famoso artista Rembrandt, cuyo cuadro original fue adquirido en 1766 por Catalina la Grande para el ancianato de San Petersburgo, hoy Leningrado. Sus abundantes rojos, marrones y amarillos, sus huecos sombreados, la sombra de dos figuras más, fuera del hermano mayor y en especial el abrazo del padre envuelto de luz y saturado de ternura paternal, hacen de la escena de San Lucas el cuadro impresionante de la realidad de cada uno de nosotros.
Hay tres personajes, como unas cuatro escenas que serían: la marcha del hijo menor con su parte de la herencia, el regreso lleno de miseria y de sorpresas, la acogida del Padre, y la fiesta a la cual no quiso entrar el hermano mayor.
Nos hemos acostumbrado ya en muchas predicaciones a insistir sobre el pródigo con lástima o con rabia, sobre el hijo mayor frío, orgulloso y calculador y sobre los detalles de la fiesta: con vestido nuevo, el mejor becerro y música alegre.
Podríamos pensar ahora que Cristo es un hijo pródigo especial; sin desobedecer, sin cometer pecados, sin exigir nada “siendo de condición divina… se despojó tomando la condición de servidor y llegó a ser semejante a los hombres” (Fil. 2,6) y lo repite Pablo hoy a los Corintios: “Porque sobre Cristo que no era pecador, hizo Él, recaer el peso de nuestros pecados, para que por Él triunfara en nosotros la justicia” (2Cor. 5,21).
Dejó la casa de la divinidad y asumió el papel de todos los pródigos del mundo para que se pudieran un día presentar de nuevo a la casa paterna con Él como cabeza para gozar de un banquete eterno. Estuvo roto, desnudo, sin nada, vacilante y caído en la calle de la amargura, volvió otra vez resucitado a la derecha del Padre, cuya voz había escuchado en varias ocasiones: “Este es mi hijo el amado, escuchadle”. Eso fue lo que hizo el Padre con el pródigo de la parábola, no le pregunta nada, no le exige nada, no le pide explicaciones, ni que le restituya lo mal gastado. Le bastó verlo, para reconocer en Él su sangre y colmarlo de besos y caricias. En el cuadro de Rembrandt el anciano majestuoso con una mano, la izquierda, le brinda seguridad, apoyo y perdón; y con la derecha de finos dedos femeninos le inspira ternura y amor.
La marcha del hijo menor, insólita en su atrevimiento de exigir la herencia antes de la muerte del Padre es un rompimiento con el hogar; se va lejos para eso, para olvidarse hasta de quien es hijo. Su regreso es más por interés de ganar algo. El mayor es frío, está de pie, es arrogante, celoso, no sonríe, toma cuentas a su Padre, desconoce a su hermano, le saca en cara su obediencia servil, es un lacayo que ni siquiera tuvo el valor de marcharse un día de la casa porque aspiraba el resto de la herencia. Es una persona resentida, orgullosa, severa y egoísta que no quiere ver ni oler la miseria del que todavía era su hermano. El Padre hace fiesta para los dos; le dice una palabra griega “teknom”, una forma cariñosa de decirle “niño”.
No quiso entrar y la parábola no dice el final, porque el final es para cada uno de nosotros: con qué personaje nos identificamos?. Ojalá nos identifiquemos con el Padre bueno y misericordioso con cara y corazón de madre. Todos somos pródigos y hermanos orgullosos y nos creemos mejores que los otros. Cómo nos cuesta reconocer como el pródigo, que hemos pecado contra Dios y contra nuestros hermanos.