Se acerca la Nvidad es tiempo propicio para recordar cosas del pasado, por ello mis queridos lectores, les invito a volver a leer esta anécdota de mi vida allá por el año 1968.
El jefe del Departamento de Obstetricia y Ginecología en el hospital en donde yo hacía mi residencia de la especialidad, – en Chicago -quiso ofrecernos una atención a los residentes que ya ese año terminábamos nuestro entrenamiento, para lo cual nos invitó a su casa.
Lo primero que pensé, y conmigo los demás residentes, fue en una fiesta como lo mandan los cánones caribeños, esto es: trago, comida, música y desde luego, baile, en una palabra, una gran parranda que se iniciaría a las siete de la noche de un sábado, hasta el amanecer del domingo.
Como era invierno, un empleado uniformado nos recibía en la puerta de la casa a quien le entregábamos los abrigos, bufandas, guantes y sombreros los cuales iba colocando de manera que no se confundieran, en un lugar especial de la casa.
Fui uno de los primeros en llegar, tan pronto todos los demás invitados llegaron, el anfitrión, nos hizo el tour por toda la casa. Esta era una mansión en donde todo estaba en orden, pinturas de consagrados pintores del mundo colgaban de las paredes, porcelanas y cristalería de marcas famosas, se apreciaban sobre repisas y mesitas de mármol y madera, muebles sobriamente distribuidos, tapetes y alfombras persas, cubrían los pisos de cada una de las habitaciones.
Una vez sentados en una sala confortable, nos brindó una copa de brandy de excelente calidad para contrarrestar el frío que traíamos de la calle, de un equipo de sonido muy sofisticado, salía a volumen suave que permitía conversar, música clásica, Mozart, Beethoven, Haydn, Handel, Vivaldi etc.
Cuando esperábamos que cambiaría la clase de música, se le ocurrió hacer un concurso el cual consistía en que él ponía un disco de uno de esos autores y nosotros debíamos decir no solo el nombre de la pieza musical, sino el autor. El desconcierto fue grande, ninguno de nosotros, en su mayoría latinos y uno que otro gringo despistados, ni por adivinanza acertamos una sola, compadecido tal vez, o por pura misericordia, sacó de algún lugar un disco empolvado que dijo, le habían regalado una vez que estuvo de vacaciones en Cuba, se trataba del Manisero pero una versión en arreglo solo para escuchar. Tampoco adivinamos, ¡que vergüenza!
Me preguntaba interiormente, ¿por que este hombre no se le ocurrió hacer esto mismo con músicos de mi país?
Como me habría lucido yo si hubiera puesto un disco de Lucho Bermúdez, porque además de identificarlo, les habría dado una lección de lo que es un porro y alguna demostración de cómo se bailaba. Pero nada que hacer, avergonzados por lo de la música, vino lo más difícil, la comida.
Los puestos estaban marcados, lo que significaba sentarse cada uno en su lugar, un mantel de hilos traído de Brujas (Bélgica) al igual que las servilletas cubrían la mesa ovalada, en el centro un florero de Murano contenía hermosas flores, en cada puesto, había un plato grande, tres pares de cubiertos y tres copas de diferentes formas y tamaños.
¡Dios del cielo!, yo no sabía que hacer ni siquiera donde poner las manos, nuestro anfitrión, se sentó en una de las cabeceras, sirvieron vino tinto y blanco al gusto de cada quien, hizo el brindis y en un inglés como el nuestro, cargado de acento, nos deseó suerte.
No le quitaba el ojo al dueño de casa, seguía paso a paso todo movimiento que él hacía, si con su mano derecha agarraba un vaso, yo lo imitaba, si tomaba un sorbo de vino, yo alzaba mi copa también, al fin terminamos de comer, volvió a desearnos suerte y antes de abandonar la casa, nos obsequió a cada uno un regalo consistente en un manual de cómo escuchar música clásica.
Así terminó la invitación a una fiesta que mas bien fue una tortura, la lección fue bien clara, no es lo mismo ser invitado a una fiesta cuyo anfitrión es un latino, que la de un europeo – norte americanizado – y más si este es austriaco.