Por disposición del Decreto 135 de 1965 se estableció la fecha del primer domingo de junio de cada año para la celebración del Día del campesino en Colombia. Pero, la verdad sea dicha, el agobiado y discriminado campesinado colombiano tiene más motivos para lamentar que para celebrar debido al inveterado abandono del cual ha sido objeto por parte de los gobiernos, que le han dado la espalda.
Cómo será el abandono del campo que tuvimos que esperar 44 años, desde 1970, para que se realizara un Censo agropecuario en 2014 para saber siquiera qué ha pasado en el campo colombiano durante tan dilatado periodo, el cual ha estado atravesado por la violencia de todos los pelambres. Una de las revelaciones más aterradoras que arrojó fue la aberrante concentración de la tenencia de la tierra: 6.000 predios con más de 1.000 hectáreas acaparaban el 74% de la superficie cultivadas del país, en manos del 0.2% de los propietarios.
Tan preocupante como la concentración en tan pocas manos de la tierra es la improductividad de los latifundios, los cuales permanecen en una alta proporción ociosa o de engorde, convertidos en alcancía. De 26.5 millones de hectáreas con vocación agrícola, según la UPRA solo se cultivan 5´901.363 hectáreas, el 22.2% (¡!). Entre tanto, no obstante que sólo 8 millones de hectáreas tienen vocación para la ganadería, esta, que es extensiva ocupa 38 millones, propiciando la potrerización del campo colombiano.
Ello, sumado a la apertura comercial atolondrada decretada en 1991 y al embeleco de los TLC, explican en gran medida que Colombia pasara de importar 700.000 toneladas de alimentos en 1990 a 14 millones actualmente, el 34% de los que se consumen en el país. Cada vez Colombia se aleja más del augurio del ex presidente Alfonso López Michelsen de convertir a Colombia en la despensa agrícola que está llamada a ser. Ello es inexplicable.
En 2014 el DNP convocó la Misión para la transformación del campo, bajo la batuta del ex ministro de Hacienda José Antonio Ocampo, con miras a “saldar la deuda histórica con el campo” colombiano. Esta Misión vino a llenar un vacío, el de la falta de una Política de Estado tendiente a sacar al campo y a los campesinos de su postración inveterada, generando condiciones de protección y cohesión social, elementos esenciales para construir una paz estable y duradera en el campo, mediante la “inclusión, tanto social como productiva, de todos los habitantes rurales”.
Entre sus conclusiones y recomendaciones la Misión planteó la necesidad de “garantizar oportunidades económicas y derechos económicos, sociales y culturales a nuestros habitantes rurales” y a quienes retornen añadiríamos nosotros, “para que tengan la opción de vivir la vida digna que quieren y valoran”, reconstruyendo el tejido social desgarrado por la violencia despiadada que los ha escarnecido.
Y para ello es fundamental una reforma rural integral, la misma a la que se comprometió el Estado colombiano en el primer punto del Acuerdo final con las FARC, que pasa por la restitución de la tierra a quienes fueron despojados de ella y desplazados violentamente, la titulación y la formalización de la tenencia de tierras, así como por la adjudicación de tierras a quienes carecen de ellas.
La Reforma rural integral, con la cual se busca superar la pobreza y la desigualdad en el campo y brindar condiciones de bienestar a todos los habitantes rurales es el punto en el que menos se ha avanzado en la implementación del citado Acuerdo. Y ello no es de extrañar, puesto que la renuencia, la reticencia en avanzar en dicha reforma tiene sus antecedentes históricos. Después de la Ley 200 de 1936, con la que el Presidente Alfonso López Pumarejo quiso adelantar una reforma agraria estructural hubo que esperar 29 años hasta que el Presidente Alberto Lleras Camargo intentara de nuevo avanzar en ello con la Ley 135 de 1961. Pero fue el Presidente Carlos Lleras Restrepo (1966 – 1970) quien puso todo su empeño en ponerla en práctica, con el concurso de la FAO y apoyándose en la Asociación de usuarios campesinos (ANUC), creada en 1967, que él impulsó.
Pero, a poco andar, en enero de 1972, hace 50 años se fraguó el Pacto de Chicoral, un acuerdo bipartidista liberal-conservador auspiciado por el Presidente Misael Pastrana Borrero, para ponerle el freno de mano a la reforma agraria en curso. Las leyes 4ª y 5ª de 1973 y 6ª de 1975 se encargaron de dejar sin dientes a la Ley 135 de 1961, tornándola nugatoria. Una frustración más para el campo y para los campesinos. Y desde entonces no ha habido ni el interés ni la voluntad política para “saldar la deuda histórica con el campo” recomendada por la Misión rural.
Bien dijo el experto y consultor en derecho agrario y reforma agraria Manuel Alfonso Ramos en su obra Reforma agraria, un repaso a la historia (2001), que si no se adelanta una verdadera reforma agraria “no podrá avanzarse en el proceso de reconstrucción de la sociedad rural, de superación de la violencia y de promoción del desarrollo integral”. De ello debe tomar nota quien sea el Presidente elegido el próximo 19 de junio, para no defraudar una vez más al campesinado colombiano. El pasado mayo 29 los colombianos votaron mayoritariamente por el cambio y este debe empezar por el campo, el mismo que en medio de la recesión de 2020, a pesar de su desamparo y falta de apoyo creció por inercia el 2.8%.
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