Cuando veo noticias donde un sacerdote, un docente de primaria, un entrenador deportivo o un padrastro han abusado sexualmente de un niño o una niña, se viene a mi sentir de padre un dolor y una rabia que me llevan irracionalmente a pensar en lo que sería capaz de hacerle a esos individuos que dejan en esa niñez una huella imborrable.
En nuestro país, cada 20 minutos se registra un abuso sexual contra un menor de edad, donde el 73% de las víctimas – que no sólo frustran sus proyectos de vida sino que terminan mucho más expuestos a todo tipo de violencias – son niñas entre los 10 y 14 años.
Lo que más me preocupa es que estas situaciones de violencia sexual y de maltrato hacia la infancia no sólo tengan vacíos en la judicialización de los victimarios sino que estemos justificando esas conductas como parte del paisaje de personas que naturalizan a los violadores como enfermos mentales y no como lo que son: agresores sexuales que saben lo que están haciendo, que tienen la capacidad de juzgar correctamente la situación y que son conscientes de que su actuación es dañina.
Los adultos somos responsables de velar por el desarrollo sano de la infancia, y más cuando los niños y niñas son tan vulnerables en un país donde los actos violentos son la nota dominante.
Por esa razón, invito a los padres, como principales educadores de la niñez, a que seamos promotores del futuro del país acompañando y cuidando a nuestros niños y niñas y no seamos cómplices de los violentos sexuales que atentan contra el crecimiento y los sueños de nuestra niñez.