Por la soberbia y ambición desbordada, muchos gobernantes se olvidan de la hermosa naturaleza de hacer política y dejan a un lado esos principios morales y éticos. Hemos elegido a quienes administrarán el progreso de una ciudad/región y por eso las buenas relaciones entre el gobierno de turno y el pueblo son claves para lograr los objetivos esperanzadores que moralmente muchos de nosotros encomendamos en las urnas.
Un buen político no sólo debe tener herramientas intelectuales acordes a las necesidades de su gente, sino que antepone lo personal a los intereses sociales de los ciudadanos y en su actuar debe evidenciar honestidad y transparencia en el manejo de los recursos públicos. Un buen gobernante jamás desconoce que ante todo debe ser una buena persona en su actuar familiar, social y humano.
Ahí radica precisamente el valor que debe llevar a ese gobernante a despertar día a día orgulloso de cumplir la misión de construir un mejor escenario para habitar como personas. La experiencia en política no es la única señal de que tendremos un buen gobierno, pero tampoco sentencia que no lo sea.
Lo importante está en que esos gobernantes sepan manejar los momentos de armonía donde el pueblo los alaba y las situaciones críticas donde serán cuestionados por sus errores. El buen gobernante debe tomarse el tiempo para respirar y decidir a conciencia, actuar con prudencia y humildad y respetar la ley por sobre todas las cosas. Ser buen gobernante da libertad, genera confianza y con mayor razón se permite construir procesos decentes y sanos para todos, donde resuelva con equidad y justicia las verdaderas problemáticas de la gente.