Se avecinan otras elecciones, y con ellas llegan promesas, juramentos, corrupción y más inequidad. Y es sencillo de entender, esa es la cultura.
Los ideales políticos de las sociedades modernas, como la justicia, los derechos civiles, la libertad, la igualdad y el ordenamiento jurídico, provienen de la intención de construir instituciones sólidas garantes del ejercicio de la ciudadanía. Las estructuras sociales varían con el tiempo, pues las relaciones sociales y políticas están determinadas por un contexto histórico, donde los individuos se apropian de manera desigual del excedente económico en función de las oportunidades de acceso a los bienes y servicios públicos.
Mediante la democracia participativa se permite que cada ciudadano opine y se organice en partidos, que pueda convertir sus programas en leyes, que a su turno sean permanentes y no cambien con el gobierno de turno o de la organización política que controle el poder. Se entiende que los problemas inherentes a la pobreza, inequidad y corrupción no sólo son consustánciales a las democracias, sino también a regímenes fundamentalistas e incluso a los totalitarios. El no entender que el problema es de cultura y no de sistema político lleva a ciertos gobernantes a pensar que basta la intención de propuestas electorales que se basan en evidentes sobre-diagnósticos: la necesidad de romper con los vicios electorales, el micro-poderes y las relaciones de presión que se forman entre los hacedores de leyes y la burocracia estatal.
Bajo este esquema, además, las propuestas electorales caen en el vicio del señalamiento, de la calumnia, del resentimiento y de los rencores personales; dejando a un lado el compromiso que deberían tener con la sociedad que los elige. No se escucha una posición política sobre salud, pobreza, educación, economía, desigualdad o productividad que encaje con un compromiso hacia la población desplazada, la crisis de salud, la crisis de las hospitales y del perverso sistema de las EPS, o la financiación de la educación y de la universidad pública.
Eso para no hablar de desgracia de la no formación durante los primeros cinco años de la población colombiana. El estado, y los gobiernos, han dejado esa “tarea” a los colegios privados, los cuales la han “asumido” calladamente porque también representa un buen negocio para ellos. La educación como negocio en los países emergentes como Colombia, un buen tema para análisis posteriores.
He dicho varias veces en este espacio, que la educación superior debe ser prioritaria para cualquier gobierno. Por eso debe ser Política de Estado. Pues sin ella, no será posible vencer la desocupación, ni se podrá lograr un desarrollo económico y social, mucho menos seremos eficaces en la lucha contra la desigualdad, la inequidad, la corrupción.
Como lo indicó el nobel de Economía Amartya Sen: “no sólo la prosperidad económica contribuye a que la gente tenga mayor calidad de vida; también una mayor educación, mejores servicios de salud y otros factores similares, deben ser considerados como avances del desarrollo, puesto que contribuyen a tener una vida más larga, más libre y provechosa, además del papel que juegan en el aumento de la productividad, el crecimiento económico y los ingresos individuales”.