
Viajaba yo en un bus de los tantos de la época, – 1940 – esto era, TIPO ESCALERA y sin aire acondicionado, me había embarcado en Cartagena con destino Magangue pero en un paraje llamado El Bongo donde los buses hacían una parada obligatoria para recibir a los que venían de Sincelejo. Allí se quedaban algunos pasajeros que esperaban el bus que venía de Magangue para continuar viaje a Sincelejo o a Cartagena.
Cuando me embarqué en el bus, caminé un poco hasta encontrar una silla vacía, me senté, la otra la que daba a la ventana estaba ocupada por un señor a quien sin reparar saludé; como sucede siempre en viajes largos uno establece conversación con el vecino de al lado.
Comencé a hablar con mi vecino de silla y siguiendo lo habitual, le pregunté de donde venía, para donde iba y él a su vez luego de responder mis preguntas, me hizo las mismas que yo respondí como era lo cortés. No sé por qué en cierto momento del viaje la conversación tomó el rumbo de ponderar las facultades y cualidades de los habitantes de cada región del departamento de Bolívar.
Tocamos el punto del valor de los hombres de la ribera del río Magdalena, su coraje, su valentía al verse enfrentados a ciertos peligros o situaciones; en esas estábamos cuando a mí se me ocurrió hacer elogio de los hombres de la sabana y más que todo sus arrestos y habilidades en el momento de pelarse con sus contendores; exageré el hecho de su destreza de usar no solo los puños, sino el de dar patadas.
Mi vecino asintió todo cuanto yo le dije y fue cuando él mostrándome la pierna derecha me dijo: “así es, yo con esta pata de palo, me atrevo a pelear con cualquiera”.
¡Trágame tierra! Yo no había advertido que mi compañero de viaje y vecino de silla le faltaba su pierna y usaba una especie de prótesis de madera desde la rodilla; no pude disimular mi vergüenza ante aquel pobre hombre que me había proporcionado un viaje agradable de por sí duro por el intenso calor, el polvo de la carretera y todas esas incomodidades que presentaban aquellos buses.
Para mi fortuna, el hombre como todo un caballero, al verme turbado por mi imprudencia, como para que yo volviera a estar tranquilo, me comenzó la historia de cómo había perdido su pierna a la edad de los diez y ocho años.
Me contó; “ yo trabajaba en la finca de un señor de Sincelejo, un día corriendo detrás de una vaca no me fijé que al saltar de un tronco justo donde puse el pie, allí había una culebra, resultó que era una víbora que me mordió un poco por encima del tobillo; no le dí mucha importancia a aquello y seguí detrás de la vaca la que finalmente se me escapó.
“Al regresar por la tarde a la casa, noté que la pierna se me estaba hinchando, y el sitio de la mordedura de la culebra se me puso de un color rojo oscuro y me dolía, acudí como era la costumbre en los pueblos a solicitar los servicios de un “curandero” el cual comenzó por darme unos bebedizos y aplicarme en el lugar de la mordedura unos “emplastos” que él mismo preparaba con hierbas que sacaba de un frasco disueltas en ron.
“Para no alargarle el cuento y como ya estamos llegando a Magangue, – me dijo el hombre -la pierna se me fue poniendo toda negra, entonces mis hijos me llevaron al hospital donde un médico dictaminó que ya no era posible salvar mi pierna me la amputó. Como no existían en ese entonces las prótesis de ahora, me adaptaron esta de palo.”