Por: Julio Manzur Abdala.
Conocí a Miguel Barguil Hernández, a quien con aprecio siempre llamamos El Migue, en los años maravillosos de la niñez, amistad que continuó en la juventud y hasta ayer, cuando fui sorprendido con la triste noticia de su partida.
Su padre había llegado de Siria a finales del siglo XIX y de su señora madre no guardo claros recuerdos.
Éramos una gallada de niños con apodos singulares: El Pelú, El conejo, El Tética, El nalga e’ gallo, El Varguitas, etc, que en las tardes nos acostábamos sobre la hierba en los potreros aledaños, a planificar el día siguiente, que podía ser para montar bicicleta, jugar a las tapillas, a las bolitas de cristal, al trompo, construir barriletes, o nadar desnudos, para no mojar la ropa, porque nadar en el río Sinú o en el Caño Bugre era severamente castigado por nuestros padres.
Si llovía, corríamos a bañarnos bajo aquellos aguceros sin importar si del cielo disparaban truenos o centellas, brisa o tempestad.
Ah, tiempos aquellos de pedir o robar mangos, caimitos, zapotes o guayabas, hasta saciarnos. Lo único que respetábamos era los toros miuras de don Miguel García Sánchez, que una vez nos mantuvieron encaramados en un árbol frondoso de caimito, hasta el anochecer, cuando el capataz de la finca se apiadó de nuestra angustia y temor por saber que abajo, lleno de fuerza y fiereza nos esperaba un toro con deseos de llevarnos en sus cuernos.
El panadero de esta historia y yo, sin darnos cuenta y sin despedidas tomamos nuestros caminos, sin dejar de reconocer el aprecio que compartí con aquel amigo, dueño de un sabio silencio, tanto que a veces fastidiaba.
Él se convirtió en lo que hoy aplaude el mundo como “Emprendedores” y cuyas hazañas comerciales son resaltadas en todos los medios de comunicación.
Aprendió de su padre el arte culinario de amasar y amasar la levadura seca con harina de trigo, sal, agua y aceite de oliva, con sus propias manos, que eran sin duda un instrumento de calidad y devoción por ese sano arte de lograr un adecuado desarrollo del gluten, hasta convertir esa mezcla fermentada en el Pan servilleta o Pan Árabe. Ese pan plano con dos caras, que hace día tras día las delicias de todo tipo de mesa en nuestra región, especialmente con el kibbe crudo o los tajines de garbanzo o berenjena. Pan digestivo, suave y liso por sus dos caras y cuya labor de producción casera ha de continuar a través de sus hijos, la tradición y el esfuerzo no se puede perder, ni de ese placer nos pueden privar.
Hace unos meses estuve en el lugar donde vivía y fabricaba tan preciado alimento, en el barrio 24 de Mayo, al lado del barrio Santa Teresa, mi barrio, donde yo residía con mis padres y hermanos, fue mi última charla directa con Migue, a orilla del “Caño Bugre”, desde donde él veía morir aquel otrora caño que dispensaba agua en sus “cacimbas”, de alimentos en subiendas increíbles, donde el bocachico, el bagre pinta’o y el moncholo saltaban en cantidades inimaginables dentro de los sacos de fique o de algodón que servían de improvisada atarraya.
Disfrutábamos de esa exquisita pesca inimaginable por los jóvenes que lean este escrito, ese caño pasó de generador de vida a ser un caminito de agua estancada y depósito de desechos, los cuáles generan dolor y lágrimas, como las que brotan de mi corazón que hoy llora la partida de uno de sus habitantes más queridos, el viejo Miguel, mi panadero, nuestro “Panadero de galletas Turcas”.
Hace muy pocos días lo llame por celular para preguntar por su salud, que en los últimos meses había estado complicada, primero por alguna enfermedad, luego por Covid19, siempre hospitalizado en humanitaria y profesional labor de los dueños y médicos de la Clínica Amigos de la Salud. Ellos generosos y amables se dedicaron a cuidar a quién les presenté como El panadero de mi tierra, el de las galletas árabes, hasta devolverlo sano a su casa. Esa llamada me permitió escuchar su voz, que me parecía vieja y cansada, diferente a la acostumbrada en nuestros encuentros, ese día me hice el propósito de ir a visitarlo en cuanto esta pandemia lo permitiera, pero el virus no me lo permitió.
Fue ese panadero incansable, una de esas ” luces invisibles” de las que hablaba el excelente médico y amigo José Ignasio Berrocal, que articulan sus cualidades en silencio, para generar placer y satisfacción, seres humanos que en vida actúan sin recibir aplausos, aquellos que no merecen la atención de los medios de comunicación ni los que escriben historias, porque no es fácil identificarlos, yo hoy, trato de hacer justicia resaltando el liderazgo de Miguel, ese panadero prudente y silencioso, de corazón bondadoso que un día lejano, con gran dosis de esperanza y fe, inició el camino de los emprendedores sin claudicar.
Depositaron tu maleta de viaje sin retorno leal amigo en medio de las lágrimas de tu esposa, las tus 6 hijos y nietos, las de tus familiares y las de un pueblo que te quiso de verdad, también estaban las mías que desde la distancia parecen presentar disculpa por no estar al lado de los tuyos en tu último adiós.
Descansa en paz, panadero de mi tierra, descansa en Dios, panadero de las galletas turcas.