Mi abuela paterna murió hace muchos años. Cuando me acuerdo de ella, se me viene la imagen de una mujer anciana, sencilla, de cabellos largos y plateados, de tez muy blanca, siempre oliendo a polvos perfumados, sin nada de maquillaje, de andar lento, mujer de muy pocas palabras y de dulce expresión.
Cuando yo era pequeña, mis abuelos vivían en Magangué, y nosotros en Barranquilla, por lo tanto los veía con poca frecuencia. Sin embargo, recuerdo dos ocasiones, en que mi abuela vino a visitarnos y se hospedaba en nuestra casa por unos pocos días. De cada visita tengo un recuerdo único.
En la primera visita que recuerdo, creo que yo tenía nueve años. Como era sábado, mis hermanas y yo íbamos a empezar a jugar, cuando mi mamá nos dice: “Si quieren jugar, cada una tiene primero que doblar y guardar la ropa limpia y además organizar su closet”. Estaba en total desacuerdo con mi mamá, pues era sábado y yo ya había planeado jugar todo el día. Pensé: “Esto no puede ser. ¡Me voy de la casa!”
Cogí mis tres vestidos favoritos colgados en sus ganchos y mi muñeca preferida. Bajé las escaleras, sabía que a esa hora no iba a ver nadie por ahí. Abrí la puerta de la calle y salí, no había dado ni tres pasos, ni tenía aún ningún plan a seguir, cuando oigo una vocecita por la ventana del cuarto de huéspedes: “Oiga niña, ¿y usted para dónde cree que va?”. Se me había olvidado que mi abuela estaba en la casa; me había visto desde la ventana de su cuarto que daba hacia la entrada de la casa. No me quedó más remedio que darme la vuelta y entrar otra vez a la casa, ya mi abuela me estaba abriendo la puerta.
Enseguida subo a guardar los vestidos en el closet, mi mamá me ve y, desconociendo lo que yo acababa de hacer y con la impresión que estoy ordenado mi closet, me dice: “Veo que estás terminando, guarda esos tres vestidos y ve a jugar.” Mi abuela simplemente me mira y sin decir nada, me sonríe.
En la segunda visita que recuerdo, un año después, llega mi abuela un martes. Estábamos en época de colegio. Todos los miércoles tenía clase de natación, clase a la cual le tenía pavor, me producía mucho miedo meterme en una piscina, siempre creyendo que me iba a ahogar. Entonces cada martes, antes de irme a dormir, era siempre la misma rutina: le rogaba a mi mamá que no me obligara a tomar esa clase, ella me decía que era por mi bien, yo me iba a mi cuarto a llorar y rezar que algo pasara para no tener que asistir a esa clase. Pero ese martes en la noche, cuando ya me iba a dormir (a llorar) se me ocurre algo. Bajo corriendo a ver a mi abuela.
-Abuela, firme esto por favor. –le digo, entregándole un papel con algo escrito.
-Tráeme los lentes mija para ver qué dice, no alcanzo a leer bien.
-No importa abuelita, solo firme.
-Está bien, mijita ¿dónde firmo?
Al día siguiente, cuando era la hora de la clase de natación, el profesor nos anuncia que hoy era el día de aprender a hacer clavados, o sea tirarse desde un trampolín en lo más hondo de la piscina. El profesor se me acerca, quien ya conoce mi temor a su clase y me pregunta porque aún no me he puesto el vestido de baño. Yo saco de mi bolsillo una nota, se la entrego, la lee en voz baja: “Estimado Profesor, esta nota es para informarle que mi nieta hoy no puede hacer su clase de natación pues no se encuentra bien de salud. Atentamente, Su Abuela.” Y al final, su firma. El profesor me mira con inquietud, escribiendo algo en la planilla de asistencia, me devuelve el papel con el comentario: “Excusa aceptada”.
Cuando llego a la casa mi mamá me pregunta: “¿Dónde están el vestido de baño húmedo y la toalla mojada? No sé qué responderle. Pero, afortunadamente, ella misma se contesta: “Ah debe ser que no fue el profesor, por lo tanto, no hubo clase”. Luego mi mamá se pone a hablar con mis hermanas, en ese momento se me sale la nota del bolsillo y cae a los pies de mi abuela, quién está sentada en un mecedor leyendo una revista. Recoge el papel, pone la revista a un lado, se acomoda sus lentes y lee la nota. Yo estoy asustada y apenada, pero mi abuela simplemente me mira y sin decir nada, me sonríe.