En reciente publicación efectuada por la Universidad Externado de Colombia se ratifica que uno de los principales flagelos que corroe el Estado colombiano es la corrupción, en todos los niveles y sectores, incluyendo al sector privado. Nada nuevo, este mal lo venimos sufriendo desde hace varias décadas, lo novedoso son los niveles a los cuales está llegando.
De allí la necesidad de políticas públicas muy claras para combatir la corrupción. Ya comenzamos a escuchar algunas por parte del nuevo Gobierno que quiere hacerle una guerra frontal; incluso, el pedido del Fiscal General para que existan jueces anticorrupción especializados, pareciera una propuesta conducente. La lucha sin cuartel contra la corrupción debe ser tarea de todos los colombianos, un compromiso de todo el Estado para combatirla. Este flagelo lo observamos en el sistema de salud, en la infraestructura, en la justicia, en los alimentos escolares, en el tráfico de niñas, en las cárceles, etc. El compromiso debe ser total, de los sectores público y privado, pues pareciera que los corruptos le están ganando la lid a la sociedad colombiana.
Sin embargo, algunas instituciones en particular tienen responsabilidad directa para combatirla, como la Contraloría, la Procuraduría y la Fiscalía. De allí la importancia de que estas agencias siempre estén regentadas por excelentes ciudadanos, de las mejores calidades, comprometidos con su tarea, bastante difícil y a veces ingrata.
Lamentablemente, en el pasado, con honrosas excepciones, estas entidades han estado politizadas, se han convertido en un fortín burocrático para algunos políticos y con ello pierden la posibilidad de realizar una tarea eficaz contra la corrupción. Por ello, los constituyentes del 91 optaron por involucrar a las Altas Cortes en los procesos electorales de estos altos funcionarios, buscando con ello, darle transparencia a su elección, lograr que lleguen los mejores profesionales y alejar el proceso de la política parlamentaria, por lo menos en la escogencia de los candidatos. El experimento, con importantes excepciones no funcionó; en el caso de la Contraloría por ejemplo, la terna la enviaban al Congreso la Corte Suprema, el Consejo de Estado y la Corte Constitucional; pero en la designación aparecían a veces criterios calculadores, como quien sería el más viable en el Congreso, regresando prácticamente a las mismas motivaciones políticas que se querían superar y para colmo de males; algunos electores, buscaron retribución burocrática, politizando su función. Por semejante fiasco, el sistema debe cambiarse.
Para el cambio del sistema electoral, se comenzó con la Contraloría y ahora estamos viendo en funcionamiento el nuevo proceso con muy lamentables resultados. Lo primero, la intervención de la universidad para hacer una preselección, resulto inútil, pues el Congreso se apartó claramente de los puntajes de dicho proceso de selección y eligió a su gusto, de acuerdo con el poder político. Nos podíamos haber ahorrado el paso por la universidad; para que a acudir a él si no le hacen caso. Prácticamente regresamos a lo que había antes de la Constitución del 91. Queda la posibilidad de que los destronados por tutela, logren meterse entre los diez, pues así sucede en el poder judicial cuando no se escoge al primero de la lista.
Que lo sucedido nos sirva de lección para poder realizar acertadamente las reformas que se vienen; no precisamente de la tal consulta anticorrupción, que por sus reales fines y por su alto costo, se constituye en otro ejemplo de lo que no debe hacerse.