Ante una cultura que parece haber perdido el sentido del bien y del mal, es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es “bueno y hace el bien”. El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión.
El corazón de la vida cristiana, pide que miremos con atención a nuestro alrededor: El prójimo necesitado está a nuestro lado. No podemos ser extraños los unos a los otros, ni indiferentes a la suerte del prójimo. Muchas veces prevalece la indiferencia y el desinterés hacia el otro, fruto del individualismo y del egoísmo.
El mandamiento del amor al prójimo exige y urge tomar conciencia que tenemos una responsabilidad respecto a nuestro prójimo. Si cultivamos una mirada de fraternidad hacia el otro, la solidaridad, la justicia, la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. La atención al otro conlleva desear el bien para el otro en todos los aspectos: Físico, moral y espiritual.
Este tiempo es una oportunidad única para sacudir la apatía y la indiferencia, para renovar la fe, para colocar a Dios por encima de todo, y ponerse al servicio del prójimo, especialmente de los más pobres. Si queremos transformar nuestra sociedad es imprescindible retomar aquellos valores que forman parte del patrimonio ético y moral de nuestro pueblo, tales como el respeto mutuo, la solidaridad y la tolerancia.
Cada año la cuaresma nos ofrece una oportunidad extraordinaria para descubrir de nuevo la misericordia de Dios, y así también nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos. Detengamos a reflexionar sobre la práctica de la caridad, que representa una manera específica de ayudar a los más necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio para liberarse del apego a los bienes terrenales.
La caridad nos ayuda a vencer la constante tentación del apego a los bienes que poseemos, enseñándonos a ayudar al prójimo en sus necesidades y a compartir con los demás lo que poseemos por bondad divina. No somos propietarios exclusivos de los bienes que poseemos, sino administradores, por tanto, los bienes son instrumentos a través de los cuales el Señor nos llama, a cada uno de nosotros, a ser un medio de su providencia hacia el prójimo.
El Evangelio nos enseña un distintivo de la limosna cristiana: Tiene que ser en secreto. “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha”, dice Jesús, “así tu limosna quedará en secreto”. No hay que vanagloriarse de las propias buenas acciones, para no correr el riesgo de quedarse sin la recompensa de los cielos. Por tanto, hay que hacerlo todo para la gloria de Dios y no para la nuestra.
La caridad educa a la generosidad del amor. Mediante su práctica, reconocemos en los pobres a Cristo mismo. Jesús nos enseñó que la verdadera grandeza se mide por nuestra capacidad de servicio a los demás. Que esta reflexión acompañe cada gesto de ayuda al prójimo, evitando que se transforme en una manera de llamar la atención.