La única vez que el tío Carmelo salió de su pueblo natal, fue justamente cuando se trasladó a Magangue a casarse con la tía Martina. Era el tío Carmelo un aficionado a la astronomía, no conocía el telescopio pero basaba el pronóstico del tiempo mirando el firmamento en las noches de luna llena. Esta vez tuvo que vejar a caballo, entre tanto la novia viajó en canoa de Tacaloa a Yatí, allí durmió con su comitiva que constaba de su padre, su hermano mayor y dos damitas de honor; su madre ya había muerto muchos años antes, justamente durante el parto.
Al día siguiente, dada la cercanía de Yatí con Magangue todos resolvieron irse bien de madrugada a pie el día del matrimonio, una ligera lluvia alcanzó a mojar el ajuar de la novia que iba bien guardado en una “petaquilla”,(canasto rectangular de paja) que eligieron para el trasporte del vestido por ser muy práctico y por lo liviano.
Al llegar a Magangue a la casa de las hermanas Martínez, que le habían ofrecido su casa para que se vistiera, mientras planchaban el vestido, por descuido de la planchadora, quemó la falda, ante este contratiempo ya el padre Prasca había dado la orden al sacristán que hiciera sonar las campanas por tercera y última vez, alertando a los feligreses que se daba comienzo a la misa dentro de la cual se celebraría la ceremonia sacramental del matrimonio.
Puesto que todo estaba listo, el altar arreglado, el sacerdote estrenando casulla, el monaguillo luciendo su vistoso atuendo de blusa tejida en lino blanco, falda roja y zapatos de charol brillante. El tiempo pasaba, el impaciente novio nervioso ante la demora de la novia, asustado creyendo que aquella se había arrepentido, calmaba su impaciencia caminando de un extremo a otro de la iglesia.
En la casa de las Martínez donde estaba la novia todo era confusión, finalmente ante la imposibilidad de enmendar lo sucedido al vestido que con tanto esmero había confeccionado una casa especializada en vestidos de novias de Barranquilla, una de las vecinas de las Martínez le ofreció prestarle el vestido con el que ella había ido al altar hacía años pero que lo conservaba en un armario colgado y protegido de las polillas por bolitas de Naftalina.
Resuelto el problema del vestido, un muchacho fue enviado a la iglesia que distaba solo dos cuadras de la casa de las Martínez, corriendo entró a la iglesia y se fue directamente al lugar donde el sacerdote estaba sentado y le puso de manifiesto el motivo de la demora de la novia. El padre Prasca algo mal humorado por la larga espera, les mandó a decir con el mismo muchacho, que de no venir en diez minutos ya no les casaría ese día porque tenía que viajar a darle la extremaunción a un moribundo en Madrid.
Resuelto el problema del vestido, al calarse los zapatos notó que le apretaban pero no dijo nada con tal de no demorar más la salida hacia la iglesia, la novia se resignó a sufrir el tormento de los zapatos apretados. Una vez que entraron la novia del brazo de su padre, llegado al altar, el novio respiró profundo y el cura no dejó pasar el momento para darle su respectivo regaño a la novia.
Consumado el Sacramento, la comitiva se dispersó y los contrayentes en una “chiva” del transporte urbano se embarcaron con rumbo a Cascajal lugar que habían escogido para pasar su Luna de Miel en la casa de las Caez que quedaba en frente de la laguna de Cascajal rica en peces, comida que les había recomendado una tia solterona con el propósito de prepararse para que les fortaleciera sus órganos reproductores a ambos para que así pudieran tener hijos sanos. Terminada la Luna De Miel, emprendieron retorno a Ceibal en burro; allí vivieron el resto de su vida, la señora cumpliendo sus deberes de ama de casa y el tío Carmelo arregló el laboratorio de astronomía en el patio de la casa que no eran, sino una troja donde se acostaba boca arriba al anochecer hasta altas horas de la madrugada observando los astros del firmamento.
Llegado el 31 de Diciembre a media noche, sobre la troja colocaba doce tacitas de barro cocido marcadas del uno al doce con un terrón de sal de piedra al fondo las cuales observaba el día primero de Enero y de acuerdo con la humedad de cada una, predecía cuales meses iban a ser de lluvia y cuáles de sequía. Los campesinos le creían tanto, que se olvidaron del almanaque de Bristol. Todo el mundo le conocía como: “el astrónomo”