Alguna vez un político me discutía que la política no solo servía para ayudar a los demás sino también, como pensaba Aristóteles, “para poner un ojo en algo más.” Es decir, buscar burocracia para los líderes de más confianza o con votos, sino también para lograr lo que después se conoció en el gobierno de Santos como “mermelada” (voluminosos contratos con poderosos contratistas con quienes se comparten “deliciosos” porcentajes.)
El problema que eso le causa a un país latino, donde muchísimas personas, por necesidad o por analfabetismo político venden los votos de su familia y los de sus vecinos de cuadra o de barrio, son los que conforman ese maldito carrusel de la corrupción que, de una u otra forma, permite elegir y reelegir a los mismos de siempre, quienes entran a la política con una mano atrás y otra adelante y, posteriormente, se les ve rozagantes, con el bolsillo lleno. Si eso fuera de la mano con el progreso y bienestar de los ciudadanos, vaya y venga, y esa corrupción podría denominarse como una “prima de éxito”, pero las ciudades y veredas siguen iguales, con falencias y subdesarrollo.
Son contados con los dedos de la mano los políticos que se salvan de esa ignominia.
Pues aquí es donde entran los organismos de control, contralorías y personerías. ¿Para qué sirven? Sabemos que los elegidos en esos cargos entran comprometidos a no romper ese carrusel, y por eso el país no avanza. Algunos jefes políticos (caciques) proponen en campañas políticas acabar con esos organismos, pero, no pasa nada, todo sigue igual.