Finales de los noventas, ad portas del año 2000. Las expectativas de la humanidad por los cambios que se sucitarián con la entrada del nuevo siglo eran inminentes y la venta de minutos en la telefonía celular se incrementaba vertiginosamente, al igual que el recurrente mototaxismo. Hasta el punto de que Gilbertico Berrío se convertia, en su popular punto de venta de la Avenida El Diocesano, en el magnate de los SAI en la calurosa Magangué.
Yo, para esa época, trabajaba de caricaturista en el ya desaparecido Periódico de La Costa de propiedad de mi amigo Nilo Pérez Severiche, y en el que hice mis primeros pinitos como cronista.
Contiguo al local del reconocido tabloide, había un pequeño negocio de dulcería que atendía Pucho Puccini,
quien además tenía a su disposición, 4 celulares Nokia 1108 en los cuales vendia minutos a su concurrida clientela
En cierta ocasión, luego de culminar mis labores periódisticas, me acerqué al ventorrillo de Pucho a comprar un Belmont, el cual me fumaria en el trayecto a casa. Cuando encendía el cigarro venezolano, él me preguntó que si tenía dentro de mis contactos telefónicos amigos que usaran Movistar y Comcel. Le contesté afirmativamente, y de inmediato me endonó dos de sus celulares, aduciendo que esa noche vencia el plazo de sus respectivos planes y que aún tenían minutos. Y que si quería, los usara para que éstos no se perdieran, ante la eminente actualización de datos que se venía.
Ni corto ni perezoso, me fui para mi casa con el par de aparatos, présto a darles cajeta toda la noche.
El primer violinazo se lo sampé a mi sobrina, que tenía para ese entonces un Movistar. Hablamos mierda, hasta decir no más y pese a ello, aún me quedó saldo. Hice la intentona de llamar a otros afiliados a la reconocida empresa que años después pasó a hacer propiedad de la uva de Álvaro Uribe Vélez, luego de quebrar a Telecom. Pero fue infructuosa la intención.
Al filo de las once de la noche, cuando ya mi tía Alicia, con la que compartia habitación, estaba entoldada para recibir a Morfeo, le di uso al Comcel. Al lado de mi cama y sobre una mesita de noche en cuya gaveta encaletaba unos viejos casetes y una caja de Vick VapoRub de la cual si no me empabonaba la nariz, no conciliaba el sueño. Tenia una grabadora Sony doble casetera, la que encendí a medio volumen para escuchar música mientras que llamaba a los incautos insomnes
El primero en el tapete fue Peyo Téllez Guerra, al que mientras digitaba su número, da la casualidad que sintonicé en el dial, una emisora de Soacha que emitía con gran nitidez la predica de un pastor evangélico.
Cuándo el veterano chófer de grandes batallas contestó con voz enérgica, pese a la hora, mi llamada, le coloque la fustigante perorata del pastor. En ese son, me gasté como diez minutos, y aunque nunca supo quien era el de la joda. Al final, mandandome a joder a mi madre, se aburrió y no contestó más.
Cagado de la risa y con el sainete del predicador, mi tía me regaño por el escándalo. No obstante, seguí con la labor de gastar los minutos y la siguiente víctima en el tintero, fue Álvaro Mezamell. El genérico – por su parecido físico – del virrey Amar y Borbón
Con el monaco, la cosa fue distinta, ya que al oír al cundubiyaco orador, éste se espepitó en una cantidad de improperios
y en las más de cinco ocasiones que cortó, enervado de la ira, su pusilánime vocabulario se desbordaba agitado como la espuma de una cerveza
Nunca supieron, quien fue el imprudente gracioso que a altas horas de la madrugada, los llamó. Sólo, hasta el año pasado, cuando en una amena charla telefónica les conté de la jocosa anécdota de la prédica de medianoche.
Wilberto Peñarredonda
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