OMAR CUELLO ROMERO
Desde comienzos del siglo XX, Magangué ha venido celebrando las tradicionales Fiestas Novembrinas en honor a la gesta de Independencia de Cartagena de Indias, promovidas desde 1.918 por familias cartageneras asentadas en este territorio.
Estas fiestas cobraron gran auge, al lado de las famosas Ferias de La Candelaria, pero al paso del tiempo su tradición filosófica se fue desdibujando asombrosamente por motivaciones políticas y de conveniencias económicas, hasta llegar a cambiar el nombre de Fiestas Novembrinas por Carnaval, ésta última palabra que no cabe históricamente porque la fiesta del dios Momo es otra que se realiza antes de la Semana Santa.
Ya para las décadas de los años 40, 50 y 60, las Fiestas Novembrinas cobraron un furor popular en la mentalidad del magangueleño que asumió como su propia identidad las mismas características socioculturales de las festividades de Cartagena, pero con el ingrediente de la influencia del río Magdalena.
Avanzó el tiempo y la hermosa tradición de la cultura anfibia se fue opacando, ya entradas las décadas de los años noventa, cuando en lugar de realizarse los reinados populares interbarrios, las casetas, las verbenas, las danzas y bailes, la gigantona, etc, el paradigma cambió radicalmente por la influencia de factores como la politiquería, la delincuencia, el pandillismo, las drogas, la prostitución, entre otros fenómenos sociales que perturbaron el sentido de las fiestas.
Hoy, el panorama es sombrío, bajo el influjo de la vulgaridad reinante que se observó en las calles de Magangué para esta fecha, en donde ni siquiera el ciudadano de a pie sabe por qué se hace el evento, sino que toma el jolgorio de manera desordenada con graves signos de violencia.
Ya no se sabe si esta cuestión es tradición o intereses creados de un círculo cerrado que hacen de las suyas y por el contrario de divertir sanamente a la población, ocurre el efecto contrario de inseguridad y horror. Paz en la tumba de nuestros ancestros.