Corría el año de 1955, después de haber cumplido con mi año rural en el Centro de Salud de Magangue, y ya ejerciendo particularmente, un día del mes de Noviembre en las horas de la tarde llegó a mi consultorio un grupo de personas solicitando mis servicios médicos pero no en el área urbana sino en el corregimiento de La Pascuala a unos 27.7 kilómetros de Magangue-
Interrumpí la consulta y me alisté para emprender el viaje con los señores solicitantes, que eran cuatro, dos que mediaban unos 40 años de edad acompañados por dos jóvenes, que por cierto eran los que más afán manifestaban la urgencia de salir de la ciudad para irnos al pueblo a ver la enferma, a eso de las cuatro de la tarde salimos en un jeep de plaza.
El primer trayecto lo hicimos en el auto, pero como era mes de creciente, llegamos a una parte del camino en el cual ya no podíamos seguir en el jeep, sino en canoa, embarcados en la canoa atravesando una ciénaga, el trayecto final para llegar al pueblo, lo hicimos a caballo.
Tres medios distintos de transporte para finalmente llegar al destino final, esto es, al pueblo que estaba parcialmente inundado e inmediatamente ya en la casa donde estaba la enferma, me dispuse a entrar al cuarto en donde se encontraba; la habitación no era de lo mas confortable, en un catre que apenas podía distinguirse por la oscuridad, estaba la paciente cubierta con una sábana que en algún tiempo había sido blanca, alumbrada la habitación con un mechón a gas (petróleo) inicié el examen a mi paciente.
Se trataba de una mujer joven, deshidratada, febril y macilenta que a duras penas contestaba mis preguntas, poniendo en práctica la manera como me lo habían enseñado en mi escuela de medicina de la Universidad de Cartagena, procedí a examinarla de pies a cabeza; previamente los allegados, entre ellos una anciana que me dijo ser su abuela, me refirieron los antecedentes del caso.
Eran tiempos de lluvias, en el patio de la casa se formaban unos charcos de agua sucia y había por todas partes tiestos y ollas abandonadas que retenían el agua lluvia; los mosquitos abundaban tanto de día como de noche y los habitantes de la casa no se protegían de sus picaduras, incluso carecían de toldillos en sus camas y hamacas para protegerse de los insectos.
El diagnóstico fue fácil hacerlo, fiebres intermitentes precedidas de escalofríos día por medio, la piel de la enferma, que era blanca, ya se le notaba el color amarillento al igual que en la esclerótica de los ojos, la lengua cubierta por una capa blanca; el termómetro marcó al momento del examen, casi 40 grados centígrados puesto en la axila durante tres minutos, el hígado se palpaba a unos cuatro traveees de dedo por debajo de las falsas costillas,
Al término del examen, me reuní con los familiares a quienes informé que se trataba de un caso de Paludismo, advirtiéndoles que era mejor el traslado de la paciente al Hospital de Magangue para su debida atención y manejo. Que yo lo que podía hacer era evitar que la fiebre subiera y así evitar que la paciente convulsionara para lo cual la iba a cubrir con toallas húmedas, darle muchos líquidos por boca ya que no disponíamos de los elementos para administrárselos por vía endovenosa que era lo ideal.
Cundo terminé con todo esto ya eran las siete u ocho de la noche, el señor de la casa muy atento me invitó a comer, al sentarme a la mesa observé un vaso de regular tamaño que contenía un líquido de color marrón, pensé que se trataba de “agua de panela” curiosamente le pegunté a mi anfitrión de que se trataba y para mi sorpresa me dijo que esa era el agua que debía tomarme. Como era natural, no la tomé y en su reemplazo solicité una cerveza…